Cinco años después: el eco de una traición

—¿Por qué sigues mirándome así, Lucía? —me preguntó Álvaro, con la voz cansada, mientras recogía su taza de café en la cocina.

No respondí. Me limité a observar cómo la luz de la mañana se colaba por la ventana y dibujaba sombras en su rostro. Cinco años. Cinco años desde aquella noche en la que mi mundo se rompió en mil pedazos, y todavía no sé si alguna vez podré volver a juntar las piezas.

Recuerdo perfectamente el momento. Era septiembre, el aire olía a lluvia y yo acababa de acostar a los niños. El móvil de Álvaro vibró sobre la mesa del salón. No suelo mirar sus cosas, pero esa noche algo me empujó a hacerlo. Quizá fue el sexto sentido, o simplemente el cansancio acumulado de tantas discusiones sin sentido. Lo abrí y ahí estaba: un mensaje de Marta, su compañera del trabajo. «Te echo de menos. Ojalá estuvieras aquí». Sentí que me arrancaban el corazón.

—¿Lucía? —insistió Álvaro, sacándome de mis pensamientos—. ¿Vas a seguir castigándome toda la vida?

Le miré, intentando encontrar en sus ojos al hombre del que me enamoré hace quince años. Pero lo único que vi fue miedo. Miedo a perderme, miedo a enfrentarse a lo que hizo.

—No lo sé —le respondí al fin—. No sé si puedo perdonarte del todo.

La familia nunca volvió a ser la misma. Mis padres dejaron de invitarle a las comidas del domingo. Mi hermana Carmen, siempre tan directa, me preguntó una y otra vez por qué no le echaba de casa.

—¿Por los niños? —me decía—. ¿De verdad crees que es mejor para ellos vivir entre silencios y reproches?

Pero yo no podía. No podía imaginarme sola, recogiendo a Daniel y Sofía del colegio, enfrentándome a las miradas de los vecinos en nuestro barrio de Salamanca, donde todos parecen saberlo todo de todos.

Durante meses, Álvaro intentó arreglarlo. Flores, cenas improvisadas, promesas vacías. Incluso fuimos juntos a terapia de pareja en un centro en Chamberí. La psicóloga nos miraba con compasión mientras yo lloraba y él bajaba la cabeza.

—La confianza se reconstruye con hechos, no con palabras —nos repetía.

Pero cada vez que sonaba su móvil, cada vez que llegaba tarde del trabajo, una punzada de dolor me atravesaba el pecho. Me convertí en una sombra de mí misma: desconfiada, irritable, incapaz de disfrutar de las pequeñas cosas.

Una noche, después de acostar a los niños, me senté frente al ordenador y busqué foros de mujeres que habían pasado por lo mismo. Leí historias peores que la mía: divorcios amargos, familias rotas, hijos que dejaron de hablar a sus padres. Pero también encontré relatos de esperanza, mujeres que aseguraban haber perdonado y vuelto a amar.

¿Era eso posible? ¿Podía yo volver a amarle como antes?

El tiempo pasó y la rutina se impuso. Los niños crecieron, cambiaron los horarios del colegio, llegaron las extraescolares y los cumpleaños infantiles en parques llenos de madres perfectas con vidas aparentemente perfectas. Yo fingía normalidad, pero por dentro seguía rota.

Un día, Sofía me preguntó:

—Mamá, ¿por qué ya no sonríes como antes?

No supe qué contestar. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin fuerzas.

Álvaro empezó a quedarse más en casa. Cocinaba con los niños, veía películas conmigo los viernes por la noche. A veces le sorprendía mirándome con ternura, como si quisiera decirme algo que nunca se atrevió a pronunciar en voz alta.

Pero el fantasma de Marta seguía ahí. Nunca llegué a conocerla en persona, pero su presencia era constante: en cada discusión, en cada silencio incómodo durante las cenas familiares.

Una tarde de invierno, Carmen vino a visitarme. Se sentó conmigo en el sofá y me abrazó fuerte.

—Tienes derecho a ser feliz, Lucía —me susurró—. No te quedes donde no puedas volver a confiar.

Esa noche hablé con Álvaro como no lo hacía desde hacía años.

—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté sin rodeos.

Él suspiró y bajó la mirada.

—No sé… Me sentía solo, perdido… Pensé que tú ya no me querías como antes.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Cómo podía culparme a mí? Pero también entendí algo: ambos nos habíamos perdido en la rutina, en el cansancio diario, en las expectativas imposibles.

Decidimos darnos un tiempo. Álvaro se fue unas semanas a casa de su hermano en Vallecas. Los niños notaron su ausencia pero yo les expliqué que necesitábamos pensar.

Durante ese tiempo aprendí mucho sobre mí misma. Volví a salir con amigas, retomé mis clases de yoga en el centro cultural del barrio y empecé a escribir un diario donde volcaba todo mi dolor y mis dudas.

Cuando Álvaro volvió, hablamos largo y tendido. No hubo promesas grandilocuentes ni gestos teatrales. Solo dos personas heridas intentando entenderse.

Hoy seguimos juntos, pero no puedo decir que todo esté arreglado. Hay días buenos y días malos. A veces siento que he avanzado; otras veces el pasado me golpea con fuerza inesperada.

Me pregunto si alguna vez podré perdonar del todo o si simplemente he aprendido a vivir con la herida abierta.

¿Es posible reconstruir lo que una vez se rompió? ¿O solo aprendemos a caminar entre los escombros?