Creí que casarme a los 60 sería un cuento de hadas, pero la realidad fue otra

—¿De verdad vas a hacerlo, mamá? —La voz de Ariana retumbó en el pasillo, cargada de incredulidad y algo más que no supe descifrar en ese momento.

Me quedé quieta, sujetando el vestido azul que había elegido para mi boda civil. El espejo reflejaba mis manos temblorosas y el rostro de una mujer que, a pesar de las arrugas y las canas, aún soñaba con un final feliz. Pero la mirada de Ariana me devolvió a la realidad: no era una boda cualquiera. Era mi segunda oportunidad, a los sesenta años, y ella no estaba lista para aceptarlo.

—No entiendo por qué te molesta tanto —susurré, intentando no romperme—. Tomás me hace feliz.

Ariana suspiró, cruzando los brazos. —¿Y yo? ¿Dónde quedo yo en todo esto? Desde que papá murió hemos sido tú y yo… Ahora parece que te olvidas de todo.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Era egoísta por querer rehacer mi vida? ¿O era ella quien no podía soltarme? El silencio se instaló entre nosotras como una pared invisible.

La boda fue sencilla. Tomás, con su sonrisa tímida y su acento de Salamanca, me tomó de la mano frente al juez. Mis amigas del centro de mayores lloraban de emoción; Ariana apenas sonrió para las fotos. Yo intentaba convencerme de que todo saldría bien, que el amor maduro era más fuerte que cualquier obstáculo.

Pero la convivencia fue otra historia. Tomás traía consigo sus propias costumbres: el café solo y amargo, la radio puesta desde las siete de la mañana, su manía de comentar cada noticia política como si España dependiera de su opinión. Yo, acostumbrada al silencio y a los pequeños rituales con Ariana —las cenas viendo series antiguas, los paseos por el Retiro—, sentía que mi mundo se desmoronaba poco a poco.

Una noche, después de una discusión absurda sobre la compra del supermercado, Tomás estalló:

—¡No sé si esto tiene sentido! Tú sigues pensando en tu hija como si fuera una niña. ¡Ya es hora de que vivas para ti!

Me quedé muda. ¿Era cierto? ¿Había vivido siempre para otros? Recordé los años cuidando a mi madre enferma, el sacrificio por mi marido cuando perdió el trabajo, las noches sin dormir esperando a que Ariana volviera sana y salva. ¿Cuándo había sido yo la protagonista de mi propia vida?

Ariana empezó a venir menos por casa. Decía que estaba ocupada con el trabajo, pero yo sabía que evitaba vernos juntos. Una tarde la llamé para invitarla a cenar.

—No puedo, mamá. Tengo mucho lío —respondió seca.

—Ariana… No quiero perderte —dije casi en un susurro.

Al otro lado del teléfono hubo un silencio largo. —No me estás perdiendo. Pero tampoco soy tu excusa para no ser feliz.

Colgué sintiéndome más sola que nunca. Tomás intentaba animarme con bromas y planes de escapadas rurales, pero yo solo pensaba en mi hija y en ese vacío que ni el amor tardío podía llenar.

Los meses pasaron y la rutina se volvió asfixiante. Las pequeñas manías de Tomás se convirtieron en grietas: su desorden en el baño, su costumbre de dejar la televisión encendida hasta tarde, su impaciencia cuando yo tardaba en decidir qué ponerme para salir. Empezamos a discutir por tonterías: el dinero, las visitas familiares, incluso por quién debía sacar la basura.

Una tarde lluviosa de noviembre, después de una pelea especialmente amarga, Tomás se encerró en el dormitorio y yo me quedé sola en el salón. Miré las fotos de la boda sobre la repisa: sonrisas forzadas, miradas perdidas. Me pregunté si había cometido un error irremediable.

Al día siguiente fui al mercado del barrio. Carmen, la frutera, me miró con compasión.

—¿Qué tal va todo, Nora? —preguntó bajito.

No pude evitarlo: rompí a llorar allí mismo, entre las naranjas y los tomates.

—Creí que sería diferente… —balbuceé—. Pensé que por fin sería feliz.

Carmen me abrazó sin decir nada más. A veces el consuelo viene de quien menos esperas.

Esa noche hablé con Tomás. Le dije que necesitaba espacio, que no sabía si estaba preparada para compartir mi vida tan completamente después de tantos años sola o dedicada a otros.

Él me miró con tristeza. —Yo tampoco quiero ser tu refugio ni tu carga —admitió—. Quizá nos precipitamos.

Decidimos darnos un tiempo. Ariana volvió a casa unos días después. Nos sentamos juntas en la cocina, como antes.

—Mamá… No tienes que demostrarle nada a nadie —me dijo acariciando mi mano—. Ni siquiera a mí.

Lloré como una niña pequeña. Por primera vez en mucho tiempo sentí alivio: no tenía todas las respuestas, pero tampoco tenía que tenerlas.

Hoy vivo sola otra vez. Tomás y yo seguimos siendo amigos; compartimos cafés y recuerdos sin reproches ni promesas vacías. Ariana ha encontrado su propio camino y yo aprendo cada día a quererme un poco más.

A veces me pregunto si el amor tiene edad o si somos nosotros quienes nos ponemos límites por miedo al qué dirán o al vacío de la soledad. ¿Es posible empezar de nuevo sin perderse a uno mismo? ¿O es precisamente ese riesgo lo que da sentido a la vida?