Cuando el amor duele: Bajo la superficie de treinta años de matrimonio

—¿De verdad crees que puedes seguir fingiendo? —me preguntó Lucía, mi hija, con la voz quebrada, mientras yo intentaba no romperme delante de ella.

Era una noche de enero, el frío se colaba por las rendijas del viejo piso de Chamberí, y yo estaba sentada en el sofá, abrazando una taza de té que ya no calentaba nada. Tomás no había vuelto a casa. Otra vez. Miré su lado del sofá, ese hueco que parecía más grande desde que él empezó a llegar tarde, y sentí un vacío tan hondo que me dolía respirar.

Treinta años juntos. Treinta años de rutinas, de cenas rápidas entre semana, de veranos en la playa de Sanlúcar con los niños, de discusiones por tonterías y reconciliaciones silenciosas. Treinta años creyendo que lo conocía todo de él. Y ahora, de golpe, me encontraba frente a un abismo.

La primera vez que sospeché algo fue una tarde cualquiera. Tomás llegó oliendo a un perfume que no era mío. Me miró a los ojos y sonrió como si nada. Yo quise creerle, quise pensar que era mi imaginación. Pero esa noche, mientras él dormía, revisé su móvil. No suelo hacerlo, nunca lo había hecho antes. Pero algo dentro de mí gritaba que debía mirar.

Ahí estaban los mensajes. «Te echo de menos», «¿Cuándo nos vemos otra vez?». Firmados por Carmen. Carmen, mi amiga del instituto, la que siempre decía que envidiaba mi suerte por haber encontrado a alguien como Tomás.

El mundo se me vino abajo. Me temblaban las manos, el corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. No dormí esa noche. Ni la siguiente.

Intenté hablar con Tomás. Le pregunté si estaba bien, si pasaba algo entre nosotros. Él me esquivó con evasivas: «Son cosas tuyas, Mercedes, estás paranoica». Pero yo ya no podía callar más.

Una tarde, cuando los niños estaban fuera, le enfrenté:
—¿Me estás engañando con Carmen?

Se quedó helado. No dijo nada durante unos segundos eternos. Luego bajó la mirada y murmuró:
—No quería hacerte daño.

No quería hacerme daño… Como si eso fuera consuelo. Como si no supiera que cada mentira era una puñalada.

Los días siguientes fueron una pesadilla. Lucía y Álvaro lo notaron enseguida. Lucía me abrazó una noche y me susurró: «Mamá, no tienes que aguantar esto». Álvaro se encerró en su cuarto y apenas hablaba.

Pero lo peor fue cuando Carmen vino a buscarme al trabajo. Me esperó en la puerta del colegio donde doy clases de Lengua y Literatura. Llevaba gafas de sol y un abrigo caro que nunca le había visto.
—Mercedes, tenemos que hablar —dijo sin rodeos.

La seguí hasta una cafetería cercana. Allí me confesó todo: que llevaban meses viéndose, que Tomás le había prometido dejarme pero no se atrevía, que ella estaba enamorada desde siempre.

—No quería hacerte daño —repitió ella también.

Me sentí humillada, traicionada por dos de las personas más importantes de mi vida. Salí corriendo bajo la lluvia, sin paraguas ni rumbo fijo.

Esa noche lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en mis padres, en cómo siempre decían que el matrimonio era para toda la vida, que había que aguantar por los hijos. Pero ¿a qué precio?

Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones: rabia, tristeza, miedo al futuro. Tomás se fue a vivir con Carmen y yo me quedé sola en casa con los recuerdos y las facturas.

Pero entonces sucedió algo inesperado: empecé a descubrir secretos antiguos, cosas que Tomás había ocultado durante años. Deudas escondidas, mentiras sobre su trabajo, incluso una cuenta bancaria secreta. Todo lo que creía seguro se desmoronaba.

Una tarde encontré una carta antigua en el cajón de su mesilla. Era de su madre, fallecida hace años. En ella le pedía que cuidara de mí y de los niños pase lo que pase. Lloré al leerla; ¿en qué momento se había perdido ese compromiso?

Mis amigas intentaron animarme: «Sal más», «Apúntate a yoga», «Haz cosas para ti». Al principio no tenía fuerzas ni para salir a comprar el pan. Pero poco a poco empecé a reconstruirme: retomé la pintura, volví a leer novelas que tenía olvidadas y hasta me atreví a viajar sola a Granada un fin de semana.

Lucía fue mi mayor apoyo:
—Mamá, eres más fuerte de lo que crees —me repetía cada vez que flaqueaba.

Un día recibí un mensaje inesperado de Tomás:
—Lo siento por todo. Espero que algún día puedas perdonarme.

No respondí. No porque no tuviera nada que decirle, sino porque entendí que ya no necesitaba sus palabras para seguir adelante.

Hoy, meses después, sigo sentándome en el mismo sofá cada noche. El hueco sigue ahí, pero ya no me duele tanto. He aprendido a convivir con el silencio y a disfrutar de mi propia compañía.

A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos de mirarnos? ¿Cuándo dejamos de ser nosotros para convertirnos en dos extraños bajo el mismo techo? ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en matrimonios rotos por miedo a estar solas?

¿Y vosotros? ¿Qué haríais si descubrierais un secreto así después de tantos años? ¿Es posible volver a confiar o hay heridas que nunca sanan?