Cuando el amor se apaga: La historia de Lucía, Carmen y Teresa

—¿Por qué no me miras cuando te hablo? —La voz de Javier retumbó en la cocina, rompiendo el silencio que se había instalado entre nosotros desde hacía meses.

Me quedé quieta, con las manos húmedas por el agua del fregadero y la mirada perdida en la ventana. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales como si quisiera entrar y arrastrar todo lo que yo ya no podía decir. No respondí. ¿Para qué? Sabía que cualquier palabra sería una chispa en un bidón de gasolina.

No siempre fue así. Hubo un tiempo en que Javier y yo nos reíamos hasta quedarnos sin aliento, cuando los domingos eran para pasear por El Retiro y soñar con una casa llena de niños. Pero ahora, cada gesto suyo me pesaba como una losa. Y lo peor era la culpa: ¿en qué momento dejé de quererle?

No era la única. Carmen, mi vecina del tercero, me confesó una tarde mientras tomábamos café en su balcón:

—A veces me sorprendo mirando a Luis y preguntándome quién es ese hombre que duerme a mi lado. Ya no siento nada, Lucía. Ni rabia, ni ternura. Solo vacío.

Teresa, mi compañera del trabajo, tenía su propio infierno:

—Mi marido cree que todo va bien porque no discutimos. Pero es porque ya no me importa. Ni siquiera me molesto en pelearme. ¿Eso es normal?

Las tres compartíamos el mismo secreto: el amor se había ido, pero seguíamos fingiendo por miedo al qué dirán, por los niños, por no romper la rutina. En mi caso, era mi hija Alba quien me ataba a esa casa fría. Tenía solo ocho años y merecía una familia unida… ¿o eso era lo que yo quería creer?

Una noche, mientras doblaba la ropa en silencio, Javier entró en la habitación.

—¿Te pasa algo? —preguntó sin mirarme.

—No —mentí.

Él suspiró y se tumbó en la cama dándome la espalda. Sentí una punzada de tristeza: ni siquiera éramos capaces de discutir como antes. El primer signo de que una mujer deja de amar es ese silencio espeso, esa indiferencia que sustituye a los gritos y las lágrimas.

Carmen lo vivía igual. Me lo contó entre lágrimas:

—Luis me regaló flores por nuestro aniversario y yo solo pensé en el trabajo que me daría buscar un jarrón. Antes habría llorado de emoción… Ahora solo siento fastidio.

El segundo signo es la ausencia de detalles. Dejamos de preocuparnos por agradarles, por sorprenderles o por compartir cosas pequeñas. Yo ya no preparaba su plato favorito ni le preguntaba cómo le había ido el día. Teresa lo resumió con crudeza:

—Me da igual si llega tarde o si se va de copas con los amigos. Antes me moría de celos… Ahora ni me inmuto.

El tercer signo es el deseo de estar lejos. Yo buscaba cualquier excusa para quedarme más tiempo en la oficina o salir con amigas. Carmen se apuntó a clases de yoga solo para tener una hora a solas cada tarde. Teresa empezó a correr por las mañanas para evitar desayunar con su marido.

Una tarde de sábado, mientras Alba jugaba en su habitación, Javier me enfrentó por fin:

—¿Hay otro? —me preguntó con voz temblorosa.

Negué con la cabeza. No había otro hombre, solo un abismo entre nosotros.

—¿Entonces qué te pasa? —insistió.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que el amor se apaga sin ruido, como una vela al final de la noche?

Esa noche llamé a Carmen y Teresa para desahogarme. Nos reunimos en mi casa con una botella de vino barato y muchas ganas de llorar.

—¿Y si somos egoístas? —preguntó Carmen—. ¿Y si deberíamos aguantar por los niños?

Teresa negó con la cabeza:

—¿De qué sirve vivir así? Mis padres aguantaron toda la vida y solo recuerdo gritos y reproches. Yo no quiero eso para mis hijos.

Nos abrazamos las tres, sintiendo el peso de generaciones de mujeres resignadas a vivir sin amor por miedo al escándalo o al vacío.

Al día siguiente, llevé a Alba al parque y la vi reírse con sus amigas bajo el cielo gris de Madrid. Me pregunté si algún día entendería mis decisiones, si podría perdonarme por romper la imagen de familia perfecta.

Esa noche hablé con Javier.

—No puedo seguir fingiendo —le dije con voz baja—. Ya no te quiero como antes.

Él se quedó en silencio mucho rato. Luego asintió, derrotado.

—Yo tampoco sé cuándo dejamos de ser nosotros —susurró.

No hubo gritos ni reproches, solo lágrimas silenciosas y un abrazo largo, como una despedida anticipada.

Hoy escribo esto desde mi nuevo piso, pequeño pero lleno de luz. Alba duerme en su habitación y yo siento miedo, sí, pero también alivio. Carmen ha pedido el divorcio y Teresa está buscando piso para empezar de cero.

A veces me pregunto si podré volver a enamorarme o si este vacío será para siempre. Pero sé que he hecho lo correcto: he elegido ser honesta conmigo misma antes que vivir una mentira.

¿Es egoísta buscar nuestra felicidad aunque duela? ¿Cuántas mujeres siguen atrapadas por miedo al qué dirán? ¿Y tú… te atreverías a dar el paso?