Cuando el Amor se Apaga: La Noche en que Todo Cambió

—No puedo seguir fingiendo, Lucía. Ya no te quiero.

Las palabras de Sergio retumbaron en el salón como un trueno inesperado. Era una noche de enero, fría y húmeda, de esas en las que el viento de la sierra de Madrid se cuela por las rendijas de las ventanas viejas. Los niños dormían arriba, ajenos a la tormenta que se desataba en nuestro pequeño piso de Alcorcón. Yo me quedé paralizada, con la taza de té temblando entre mis manos.

—¿Qué dices? —logré susurrar, aunque sentía que me faltaba el aire.

Sergio no me miraba. Tenía los ojos clavados en el suelo, las manos apretadas sobre las rodillas. Parecía más cansado que nunca, como si llevara años arrastrando ese peso.

—No quiero hacerte daño, Lucía. Pero necesito vivir mi vida. No puedo seguir así. Lo he intentado, de verdad…

Me levanté de golpe, derramando el té sobre la mesa. El líquido se deslizó por el mantel de cuadros, formando una mancha oscura que me pareció un presagio. Sentí rabia, miedo y una tristeza tan honda que me dolía el pecho.

—¿Y los niños? ¿Y nuestra familia? —pregunté, casi gritando.

Él levantó la cabeza y por fin me miró. Sus ojos estaban rojos, pero no había lágrimas. Solo una determinación fría.

—No quiero que sufran. Pero tampoco puedo seguir mintiendo. Me voy a ir unos días a casa de mi hermana. Necesito pensar.

No recuerdo mucho más de esa noche. Solo sé que cuando se fue, el silencio fue tan absoluto que podía oír mi propio corazón desmoronándose.

Los días siguientes fueron una niebla espesa. Me movía por la casa como un fantasma, preparando desayunos, llevando a los niños al colegio, contestando mensajes de mi madre —que sospechaba algo pero no se atrevía a preguntar—. Cada vez que veía la cama vacía a mi lado, sentía un vacío imposible de llenar.

Una tarde, mientras recogía los juguetes del salón, mi hija pequeña, Paula, me miró con sus ojos enormes y serios:

—¿Dónde está papá?

Me arrodillé junto a ella y la abracé con todas mis fuerzas. No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a una niña de cinco años que su padre ya no quería estar con nosotras?

La noticia se fue extendiendo poco a poco por la familia. Mi madre vino corriendo desde Toledo en cuanto se lo conté entre sollozos por teléfono.

—Hija, tienes que ser fuerte por los niños —me repetía mientras me acariciaba el pelo como cuando era pequeña—. Los hombres a veces no saben lo que quieren.

Pero yo no quería ser fuerte. Quería gritar, romper algo, pedirle a Sergio que volviera y fingir que nada había pasado. Sin embargo, cada vez que pensaba en su mirada vacía, sabía que era inútil.

Las semanas pasaron y Sergio venía a ver a los niños los fines de semana. Al principio intentábamos no cruzarnos demasiado, pero era imposible evitar las conversaciones incómodas:

—¿Has pensado ya qué vas a hacer? —me preguntó una tarde mientras recogía su ropa del armario.

—¿Qué quieres que haga? —le respondí con amargura—. Tengo dos hijos pequeños y un trabajo de media jornada en la tienda de Carmen. No puedo permitirme pagar este piso sola.

Él suspiró y bajó la cabeza.

—Puedo ayudarte con el alquiler… hasta que encuentres algo mejor.

Sentí una punzada de humillación. ¿Ahora era una carga para él? ¿Después de todo lo que habíamos construido juntos?

Las discusiones empezaron a ser más frecuentes. Mi suegra me llamaba para decirme que Sergio estaba muy mal, que necesitaba tiempo y espacio. Mi madre me decía que no le perdonara tan fácilmente, que pensara en mí y en los niños.

En medio de todo ese caos, empecé a notar cómo mis amigas se alejaban poco a poco. Algunas no sabían qué decirme; otras parecían incómodas con mi tristeza permanente. Solo Marta, mi compañera del trabajo, seguía llamándome cada noche para asegurarse de que cenaba algo caliente y no me quedaba llorando en la cocina.

Una noche, después de acostar a los niños, me senté frente al ordenador y busqué en Google: “¿Qué hacer cuando tu marido ya no te quiere?” Las respuestas eran frías y prácticas: terapia, apoyo familiar, tiempo para ti misma… Pero ninguna decía cómo sobrevivir al dolor diario, cómo mirar a tus hijos sin sentirte culpable por haberles fallado.

El colegio empezó a notar cambios en los niños. Paula se volvió más callada; Hugo tenía rabietas por cualquier cosa. La tutora me llamó para hablar:

—Lucía, sabemos que estáis pasando por un momento difícil. Si necesitas ayuda psicológica para los niños o para ti, podemos ponerte en contacto con el orientador del centro.

Me sentí expuesta y avergonzada. ¿Tan mal lo estaba haciendo?

Una tarde lluviosa de marzo, Sergio vino a casa con una noticia:

—He encontrado un piso cerca del trabajo. Me mudo la semana que viene.

Sentí un vértigo terrible al imaginarme sola en casa con los niños todas las noches. Pero también una extraña sensación de alivio: al menos ya no tendría que verle cada fin de semana recogiendo sus cosas como si fuera un extraño.

La primera noche sin él fue la peor. Me tumbé en la cama abrazando la almohada y lloré hasta quedarme dormida. Pero al día siguiente, cuando Paula vino a despertarme con un dibujo en la mano —una casa con tres figuras sonrientes— sentí una chispa de esperanza.

Poco a poco fui reconstruyendo mi vida: pedí más horas en la tienda, acepté la ayuda del colegio para los niños y empecé a salir a caminar por el parque después de cenar. Marta me animó a apuntarme a clases de yoga en el centro cultural del barrio.

A veces todavía me despierto pensando que todo ha sido una pesadilla y Sergio sigue aquí, roncando a mi lado. Pero luego oigo las risas de mis hijos y recuerdo que tengo que seguir adelante por ellos… y por mí misma.

Ahora sé que el amor puede apagarse sin previo aviso y dejarte sola en mitad del invierno más largo de tu vida. Pero también sé que hay luz al final del túnel, aunque tardes en encontrarla.

¿De verdad es posible volver a confiar después de algo así? ¿Cómo se sigue adelante cuando todo lo que conocías se ha roto en mil pedazos?