Cuando el amor se convierte en arrepentimiento: la historia de Tomás y sus decisiones
—¿De verdad vas a dejarlo todo por mí? —le susurré a Tomás aquella noche de tormenta, mientras la lluvia golpeaba los cristales del pequeño piso de Lavapiés donde nos escondíamos del mundo. Él no respondió. Solo me miró con esos ojos llenos de miedo y deseo, y supe que ya había tomado una decisión.
Nunca imaginé que mi vida se convertiría en el epicentro de un huracán familiar. Yo, Lucía, una mujer de treinta y dos años, profesora de literatura en un instituto de Madrid, me enamoré perdidamente de Tomás, un hombre casado, quince años mayor que yo. Él tenía una esposa, Carmen, y dos hijos adolescentes: Álvaro y Sofía. Todo comenzó como un juego peligroso, una aventura secreta entre cafés y mensajes robados en los pasillos del colegio donde trabajábamos ambos. Pero el juego se volvió real cuando Carmen descubrió que estaba embarazada de gemelos.
Recuerdo la primera vez que Tomás me habló de su familia. Era una tarde de otoño, el Retiro teñido de hojas doradas. Me contó cómo conoció a Carmen en la universidad, cómo juntos construyeron una vida sencilla en un barrio obrero de Vallecas. Me habló de sus hijos con ternura, pero también con cansancio. «A veces siento que ya no soy yo mismo», me confesó. «Que solo existo para pagar facturas y cumplir expectativas».
Cuando Carmen le anunció el embarazo, Tomás se derrumbó. Yo estaba allí, viéndolo romperse en mil pedazos. «No puedo más, Lucía. No quiero volver a esa casa donde todo es rutina y reproches». Yo le creí. Le prometí que juntos podríamos empezar de nuevo. Que el amor era suficiente.
Pero la realidad fue otra. Tomás tomó la decisión más difícil: dejó a Carmen cuando ella estaba de siete meses. Recuerdo la llamada desesperada de Carmen a mi móvil —no sé cómo consiguió mi número—: «¿Sabes lo que has hecho? ¿Sabes lo que significa criar sola a cuatro hijos?» Su voz temblaba entre rabia y miedo. Yo no supe qué decirle. Solo colgué y lloré durante horas.
Los primeros meses con Tomás fueron una mezcla de pasión y culpa. Nos mudamos juntos a un piso pequeño en Chamberí, lejos de su antigua vida. Pero las noches eran largas y llenas de silencios incómodos. Tomás apenas hablaba de sus hijos; evitaba cualquier conversación sobre ellos. Yo intentaba llenar el vacío con cenas románticas y promesas de futuro, pero algo se rompió dentro de él.
La familia de Tomás le dio la espalda. Su madre, doña Pilar, una mujer tradicional de Salamanca, le llamó traidor. «Has deshonrado a tu familia», le gritó por teléfono. Sus amigos dejaron de invitarle a las reuniones del barrio. Incluso en el trabajo, los rumores nos perseguían como sombras.
El día que nacieron los gemelos, Tomás recibió un mensaje de Álvaro: «Papá, mamá está en el hospital. No preguntes por ti». Vi cómo las manos de Tomás temblaban al leerlo. Quiso ir al hospital, pero Carmen no le permitió entrar. «No eres bienvenido aquí», le dijo su cuñada en la puerta.
Los años pasaron y la pasión se fue apagando. Tomás se volvió huraño, irritable. Empezó a beber más de la cuenta; llegaba tarde a casa y apenas hablaba conmigo. Yo sentía que me ahogaba en una culpa que no era solo mía.
Una tarde de invierno, mientras preparaba la cena, Tomás me miró con los ojos vidriosos:
—He cometido un error, Lucía. He perdido a mis hijos para siempre.
Intenté consolarle, pero sus palabras me atravesaron como cuchillos. Empecé a preguntarme si realmente habíamos hecho lo correcto.
Un día recibí una carta anónima en el buzón: «El karma existe. Algún día sabrás lo que es perderlo todo». No dormí esa noche.
La relación se volvió insostenible. Discutíamos por cualquier cosa: el dinero, las visitas a su madre enferma, mi deseo frustrado de tener hijos propios (Tomás ya no quería más). El amor se transformó en resentimiento.
Cuando cumplió sesenta años, Tomás sufrió un infarto leve. En el hospital solo estábamos él y yo; ni rastro de sus hijos ni de su exmujer. Recuerdo cómo lloró desconsolado:
—Lucía, ¿qué he hecho con mi vida? ¿De verdad valió la pena?
Después del alta médica, Tomás intentó contactar con Álvaro y Sofía. Les escribió cartas pidiendo perdón, pero nunca obtuvo respuesta. Yo le veía marchitarse cada día un poco más.
Hace unos meses, Carmen falleció tras una larga enfermedad. Los gemelos —que ya eran adolescentes— no quisieron saber nada de su padre biológico. En el funeral, Tomás fue ignorado por todos; yo ni siquiera me atreví a entrar en la iglesia.
Hoy escribo estas líneas desde nuestro piso vacío. Tomás pasa los días sentado junto a la ventana mirando la calle como si esperara ver aparecer a sus hijos en cualquier momento. Yo le cuido porque aún le quiero, pero sé que nunca podremos borrar el daño causado.
A veces me pregunto si el amor puede justificar tanto sufrimiento ajeno… ¿Merece la pena perseguir la felicidad propia si para ello destruimos la vida de otros? ¿Alguna vez podré perdonarme por haber sido parte de esta historia?
¿Y vosotros? ¿Creéis que hay decisiones que no tienen vuelta atrás?