Cuando el amor se convierte en cuentas: Mi matrimonio tras diez años

—¿Por qué tengo que sacar la basura yo? —me espetó Fernando, sin apartar la vista del móvil—. Gano más dinero, ¿no? Pues ya está.

Me quedé helada, con la bolsa de basura en la mano y el olor a pescado del día anterior subiéndome por la garganta. No era la primera vez que discutíamos por las tareas de casa, pero nunca había sido tan directo, tan frío. Diez años juntos, dos hijos, una hipoteca en Vallecas y ahora esto: mi marido reduciendo nuestro matrimonio a una simple transacción económica.

Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad de Salamanca. Él estudiaba Derecho; yo, Filología Hispánica. Nos enamoramos entre cafés y libros, soñando con viajar por el mundo y escribir juntos una historia diferente a la de nuestros padres. Pero la vida se encargó de poner cada cosa en su sitio: trabajo fijo para él en un bufete de Madrid, interinidades para mí en colegios públicos, dos niños seguidos y una rutina que nos fue devorando poco a poco.

—¿Y qué pasa con lo que yo hago en casa? —le pregunté esa noche, mientras los niños dormían y la tele murmuraba de fondo—. ¿Eso no cuenta?

Fernando suspiró, como si le molestara tener que explicarse.

—Mira, Lucía, yo trabajo diez horas al día para que no falte de nada. Si tú quieres trabajar más fuera, adelante. Pero no me pidas que encima me ponga a fregar platos o a hacer la compra. No es justo.

Me sentí invisible. Como si todo mi esfuerzo —las cenas preparadas, los disfraces del colegio cosidos a mano, las reuniones con los profesores— no valiera nada porque no generaba un sueldo tan alto como el suyo. Empecé a dudar de mí misma: ¿sería verdad que no aportaba lo suficiente? ¿Me estaba volviendo una carga?

La tensión fue creciendo. Las pequeñas cosas se convirtieron en trincheras: quién llevaba a los niños al médico, quién se encargaba de las facturas, quién recordaba los cumpleaños de la familia. Mi suegra, Carmen, no ayudaba precisamente:

—Ay, hija, es que los hombres trabajan mucho fuera. Tú tienes más tiempo —me decía cada vez que venía a casa y me veía recogiendo juguetes del suelo.

Pero yo también trabajaba. Daba clases por las mañanas y corregía exámenes por las noches. A veces me sentía tan cansada que lloraba en silencio en el baño para que nadie me oyera.

Un día, mi hijo mayor, Pablo, me preguntó:

—Mamá, ¿por qué papá nunca pone la mesa?

No supe qué contestar. ¿Cómo explicarle a un niño de ocho años que su padre había decidido que su tiempo valía más que el mío? ¿Cómo decirle que el amor no debería medirse en euros ni en horas facturadas?

Empecé a hablar con mis amigas del colegio. Marta me confesó que su marido también se escaqueaba de todo alegando el cansancio del trabajo. Ana me contó que había dejado de discutir porque era peor el remedio que la enfermedad. Me di cuenta de que no estaba sola: muchas mujeres vivíamos atrapadas en una especie de contrato invisible donde nuestro esfuerzo doméstico era invisible o menospreciado.

La gota que colmó el vaso llegó un sábado por la mañana. Teníamos invitados a comer y yo llevaba toda la semana organizando la casa, comprando comida y preparando todo para que saliera perfecto. Fernando apareció a las doce, después de jugar al pádel con sus amigos.

—¿Te ayudo con algo? —preguntó, sin mucha convicción.

Le miré con rabia contenida.

—¿Ayudarme? Esto es cosa de los dos, Fernando. No soy tu empleada.

Él se encogió de hombros y se fue a la ducha. Sentí una mezcla de tristeza y furia. Me encerré en la habitación y llamé a mi madre.

—Mamá, no puedo más —le dije entre sollozos—. Siento que todo depende de mí y él ni lo ve.

Mi madre suspiró al otro lado del teléfono.

—Cariño, los hombres son así… Pero tú vales mucho. No dejes que te pisoteen.

Esa noche hubo gritos. Los niños escucharon desde su cuarto mientras Fernando y yo nos lanzábamos reproches como cuchillos:

—¡Tú solo piensas en el dinero! —le grité.

—¡Y tú solo sabes quejarte! —me devolvió él.

Durante días apenas nos hablamos. La casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas. Empecé a pensar en separarme, pero el miedo me paralizaba: ¿cómo iba a sacar adelante a los niños sola? ¿Cómo iba a pagar la hipoteca con mi sueldo?

Un viernes por la tarde fui a buscar a los niños al parque y me encontré con Julia, una vecina separada desde hacía dos años. Me invitó a tomar un café y hablamos durante horas.

—No es fácil —me dijo—, pero vivir sin miedo merece la pena. Yo ahora decido por mí misma y mis hijos están bien.

Sus palabras me dieron fuerzas. Empecé a buscar información sobre mediación familiar y derechos laborales. Hablé con Fernando seriamente:

—Esto no puede seguir así. O cambiamos los dos o esto se acaba.

Él se quedó callado mucho rato. Por primera vez le vi dudar.

No sé qué pasará mañana. Solo sé que merezco respeto y que mis hijos necesitan ver otro ejemplo en casa.

A veces me pregunto: ¿cuándo dejamos de ser un equipo para convertirnos en rivales? ¿Cuántas mujeres más viven esta realidad en silencio?