Cuando el pasado llama a la puerta: la traición de Lucía y el regreso de Marcos
—¿Por qué me haces esto, Lucía? —le grité aquella noche, con la voz rota y las lágrimas corriéndome por las mejillas. El eco de mi pregunta aún resuena en mi memoria, como una herida abierta que nunca termina de cicatrizar. Era la boda de mi mejor amiga, pero yo no estaba en la iglesia ni lanzando arroz. Estaba en mi habitación, abrazada a una almohada, mientras el vestido azul que había comprado para la ocasión colgaba del armario, intacto.
Lucía y yo éramos inseparables desde el instituto en Salamanca. Compartíamos secretos, risas, tardes de café en la Plaza Mayor y sueños de futuro. Cuando conocí a Marcos en la universidad, ella fue la primera en saberlo todo: cómo me miraba, cómo me hacía sentir especial. Nunca imaginé que años después sería ella quien caminaría hacia el altar de su brazo.
El día que me lo confesó, lo hizo con voz temblorosa:
—Ana, no sé cómo decirte esto… Marcos y yo… nos hemos enamorado.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. No podía creerlo. ¿Cómo podía mi mejor amiga enamorarse de mi exnovio? ¿Cómo podía él mirarla como antes me miraba a mí? Me marché de su piso dando un portazo, jurando no volver a hablarles jamás.
Pasaron los años. Me mudé a Madrid, cambié de trabajo y traté de rehacer mi vida. Salí con otros hombres, pero ninguno logró borrar el dolor ni llenar el vacío. Mi madre me decía que debía perdonar, que la vida era demasiado corta para guardar rencor. Pero yo no podía. Cada vez que veía una foto suya en redes sociales, sonriendo juntos en algún rincón de Asturias o en las fiestas de San Fermín, sentía una punzada en el pecho.
Una tarde de otoño, mientras paseaba por El Retiro, recibí un mensaje inesperado:
—Ana, ¿podemos hablar? Es importante. —Era Marcos.
Mi primer impulso fue borrar el mensaje. Pero algo dentro de mí —quizá la curiosidad, quizá la necesidad de cerrar heridas— me llevó a responderle. Quedamos en una cafetería discreta cerca de Atocha.
Cuando le vi entrar, sentí una mezcla de rabia y nostalgia. Seguía teniendo esa sonrisa torcida que tanto me gustaba y los mismos ojos oscuros que me habían hecho perder la cabeza años atrás.
—Gracias por venir —dijo, nervioso.
—No sé para qué estoy aquí —respondí seca—. ¿No tienes suficiente con lo que hicisteis?
Marcos bajó la mirada y jugueteó con la taza de café.
—Sé que no tengo derecho a pedirte nada… Pero tenía que verte. No he dejado de pensar en ti ni un solo día.
Me reí amargamente.
—¿Y Lucía? ¿Tu mujer? ¿Mi ex mejor amiga?
—Las cosas no son como parecen —susurró—. Nuestro matrimonio está roto desde hace tiempo. Yo… nunca dejé de amarte, Ana. Y ahora estoy dispuesto a dejarlo todo por ti.
Sentí un vértigo insoportable. ¿Era posible que después de todo el dolor, después de tanta traición, aún quedara algo entre nosotros? ¿O era solo una fantasía cruel?
Esa noche no dormí. Recordé los veranos en la playa con Lucía, las confidencias bajo las estrellas, las promesas de lealtad eterna. ¿Cómo había llegado todo a esto? ¿Era culpa mía por no haber perdonado antes? ¿O era simplemente el destino jugando con nosotros?
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Marcos insistía en llamarme, enviarme mensajes, recordándome los buenos momentos y pidiéndome una oportunidad para empezar de nuevo. Yo oscilaba entre el deseo y el resentimiento, entre la tentación y la culpa.
Una tarde, mientras paseaba por el barrio de Malasaña, me encontré con Lucía por casualidad. Llevaba el pelo recogido y ojeras profundas bajo los ojos. Al verme, se detuvo en seco.
—Ana…
No sabía si abrazarla o gritarle. Ella fue más rápida:
—Sé que has visto a Marcos. No soy tonta. Sé que algo pasa entre vosotros.
Me quedé muda.
—¿Por qué me lo hicisteis? —pregunté al fin, con voz temblorosa.
Lucía suspiró.
—No lo sé… Me sentí sola cuando te fuiste a Madrid. Él también estaba perdido. Nos apoyamos mutuamente… y pasó lo que pasó. Pero nunca fue lo mismo que contigo. Siempre supe que él seguía pensando en ti.
Las palabras me golpearon como un jarro de agua fría. ¿Había sido todo un error? ¿Habíamos perdido nuestra amistad por nada?
Esa noche recibí otro mensaje de Marcos:
—He hablado con Lucía. Voy a dejarla. Quiero estar contigo.
Me sentí atrapada entre dos fuegos: el amor del pasado y la lealtad traicionada. Llamé a mi madre buscando consejo.
—Hija —me dijo—, nadie puede decidir por ti. Pero recuerda: quien traiciona una vez puede hacerlo otra vez. Y las heridas del corazón tardan mucho en sanar.
Pasaron semanas hasta que tomé una decisión. Quedé con Marcos una última vez en el parque donde nos dimos nuestro primer beso.
—No puedo hacerlo —le dije—. No puedo construir mi felicidad sobre las ruinas del dolor ajeno. Quizá algún día te perdone del todo… pero ahora necesito aprender a quererme a mí misma primero.
Marcos asintió en silencio, con lágrimas en los ojos. Nos despedimos sin promesas ni reproches, solo con la certeza amarga de que algunas historias no tienen final feliz.
Hoy sigo viviendo en Madrid, rodeada de nuevos amigos y proyectos. A veces echo de menos a Lucía y a Marcos, pero sé que hice lo correcto. Porque al final, ¿qué pesa más: el amor o la lealtad? ¿Se puede reconstruir una vida sobre las cenizas del pasado?
¿Vosotros qué haríais si el amor y la traición llamaran a vuestra puerta al mismo tiempo?