Cuando la confianza se rompe: La historia de Lucía y Sergio
—¿Quién es? —La voz de Sergio retumbó en la cocina, tan fría como el mármol bajo mis pies descalzos. Yo sostenía el móvil entre las manos, incapaz de mirar la pantalla, incapaz de mirarle a los ojos. El mensaje seguía ahí, iluminando la oscuridad de la madrugada: “Te echo de menos. ¿Cuándo nos vemos?”
No supe qué responderle. No a Sergio, ni a ese mensaje. Porque en ese instante, todo lo que había sido mi vida durante quince años se desmoronó como un castillo de naipes. Me llamo Lucía, tengo 41 años, dos hijos —Paula y Álvaro— y una casa en las afueras de Valladolid. Y sí, he sido infiel. Pero esta historia no es solo sobre traición; es sobre todo lo que nos llevó hasta aquí.
Recuerdo cuando conocí a Sergio en la universidad. Él era divertido, espontáneo, siempre rodeado de amigos. Yo era más reservada, pero él supo hacerme reír desde el primer momento. Nos casamos jóvenes, ilusionados, convencidos de que el amor lo podía todo. Pero nadie te prepara para la rutina: los turnos interminables en el hospital donde trabajo como enfermera, sus viajes constantes como comercial de maquinaria agrícola, los niños pequeños reclamando atención cuando ya no te quedan fuerzas ni para respirar.
Al principio eran solo silencios incómodos en la cena. Luego vinieron las discusiones por tonterías: quién había olvidado comprar leche, quién recogía a los niños del colegio, quién tenía más derecho a estar cansado. Poco a poco dejamos de hablarnos de verdad. Nos convertimos en compañeros de piso que compartían facturas y responsabilidades, pero no sueños ni caricias.
Una noche, después de una guardia especialmente dura, llegué a casa y encontré a Sergio dormido en el sofá, la tele encendida y una cerveza vacía en la mesa. Me senté a su lado y le toqué el hombro.
—¿Podemos hablar? —susurré.
Él ni siquiera abrió los ojos.
Así empezó mi soledad. Una soledad que no se cura con Netflix ni con cenas familiares los domingos en casa de mis suegros. Una soledad que se instala en el pecho y te acompaña incluso cuando estás rodeada de gente.
Fue entonces cuando conocí a David. Era padre de uno de los amigos de Álvaro. Coincidimos varias veces en el parque y, sin darme cuenta, empecé a buscar excusas para coincidir con él. David me escuchaba. Me preguntaba cómo estaba y esperaba la respuesta. Me hacía sentir vista otra vez.
No fue algo planeado. No hubo una decisión consciente. Solo una tarde lluviosa en la cafetería del centro comercial, una conversación demasiado sincera y una mano sobre la mía que no aparté. Después vinieron los mensajes, las miradas cómplices en las reuniones del AMPA, los encuentros furtivos en su coche aparcado lejos del barrio.
Sé lo que estáis pensando: “¿Por qué no hablaste con Sergio? ¿Por qué no luchaste más?” Lo intenté. De verdad que lo intenté. Pero cada vez que sacaba el tema, él se encerraba más en sí mismo o cambiaba de conversación.
—¿Otra vez con lo mismo, Lucía? ¿No puedes dejarlo estar? —me decía mientras miraba el móvil o se iba al baño.
La culpa me devoraba por dentro. No podía mirar a mis hijos sin sentirme una impostora. Pero al mismo tiempo, con David me sentía viva por primera vez en años.
Hasta aquella noche en la cocina. Sergio había encontrado uno de los mensajes por casualidad. O eso dijo él. Quizá llevaba tiempo sospechando y solo necesitaba una prueba para enfrentarse a mí.
—¿Te acuestas con él? —preguntó sin levantar la voz.
No respondí. No hacía falta.
Lo peor no fue la rabia ni los gritos que vinieron después. Lo peor fue ver el dolor en sus ojos, ese dolor sordo y profundo que solo siente quien ha sido traicionado por alguien a quien aún quiere.
Durante semanas vivimos como fantasmas bajo el mismo techo. Los niños notaban la tensión aunque intentábamos disimular. Paula dejó de hablarme durante días; Álvaro empezó a tener pesadillas por las noches.
Mis padres me llamaban cada día para preguntarme si necesitaba algo. Mi madre lloraba al teléfono: “Lucía, hija, ¿cómo habéis llegado a esto?” Yo tampoco lo sabía.
Sergio se fue a vivir con su hermano durante un tiempo. Yo me quedé sola con los niños y el eco de mis decisiones retumbando en cada rincón de la casa.
David desapareció tan rápido como había llegado. Supongo que tampoco estaba preparado para cargar con mi vida rota.
Ahora han pasado dos años desde aquella noche. Sergio y yo estamos separados legalmente. Los niños van adaptándose poco a poco; Paula ya no me mira con odio, aunque sé que aún no me ha perdonado del todo.
A veces me pregunto si podría haber hecho algo diferente. Si habría bastado con hablar más, con pedir ayuda antes de que fuera demasiado tarde. O si simplemente hay heridas que nunca llegan a cerrarse del todo.
¿De verdad es tan fácil juzgar desde fuera? ¿O todos llevamos dentro secretos y silencios que podrían romper cualquier relación?
¿Vosotros qué pensáis? ¿Se puede reconstruir la confianza después de una traición así?