Cuando la traición llama a la puerta: Mi esposo trajo a su amante a casa mientras yo cuidaba de nuestro hijo enfermo
—¿Por qué huele a perfume de mujer en el salón?—me pregunté en cuanto crucé el umbral de mi casa, aún con la pulsera del hospital colgando de mi muñeca. El eco de mis pasos resonaba en el pasillo vacío, y el silencio era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo. Mi hijo, Daniel, dormía en mis brazos, exhausto tras otra noche de fiebre y vómitos en la planta de pediatría del Hospital Universitario La Paz. Yo solo quería una ducha caliente y una cama limpia, pero algo no encajaba.
Dejé a Daniel en su cuna y fui directa al salón. Allí, sobre el respaldo del sofá, colgaba una bufanda roja que no era mía. El corazón me dio un vuelco. Mi marido, Álvaro, había insistido en quedarse en casa para «preparar todo para cuando volviéramos». Pero la mesa estaba puesta para dos, con copas de vino aún húmedas y restos de risas en el aire.
El móvil vibró en mi bolsillo. Era un mensaje de mi madre: «¿Cómo está el niño? ¿Necesitas que pase por casa?» Dudé antes de responder. No quería preocuparla más, pero necesitaba hablar con alguien. Llamé.
—Mamá, ¿puedes venir?—mi voz temblaba.
—Claro, hija. Llego en diez minutos.
Mientras esperaba, subí al dormitorio. Allí encontré la prueba definitiva: un pendiente dorado sobre mi almohada. Me senté en el borde de la cama y sentí cómo se me rompía algo por dentro. Recordé los primeros años con Álvaro: los paseos por el Retiro, las noches de tapas en Malasaña, las promesas susurradas bajo las sábanas. ¿En qué momento se había desmoronado todo?
La puerta sonó y mi madre entró con su energía habitual, pero al verme se detuvo en seco.
—¿Qué ha pasado?—preguntó, alarmada.
Le mostré el pendiente sin decir palabra. Ella lo reconoció al instante.
—Es de Lucía…—susurró.
Lucía, mi mejor amiga desde el instituto. La que me acompañó al altar el día de mi boda. Sentí náuseas.
Mi madre se sentó a mi lado y me abrazó fuerte. Yo rompí a llorar como una niña pequeña.
—No puede ser… No puede ser ella…
—Hija, los hombres son así—dijo mi madre con una frialdad que me heló la sangre—. No deberías sorprenderte tanto. Lo importante es tu hijo. Álvaro es buen padre, aunque sea mal marido.
Me aparté de ella, incrédula.
—¿Eso es todo lo que tienes que decirme? ¿Que lo acepte?
—No te estoy diciendo que lo aceptes, pero tampoco puedes tirar tu vida por la borda por un desliz. Piensa en Daniel.
Sentí rabia y tristeza a partes iguales. ¿Era eso lo que esperaba la sociedad española de una mujer como yo? ¿Aguantar por el bien del niño? ¿Tapar las vergüenzas familiares para no dar que hablar en el barrio?
Esa tarde esperé a Álvaro sentada en la cocina, con el pendiente sobre la mesa. Cuando llegó, intentó fingir normalidad.
—¿Qué tal está Daniel?—preguntó sin mirarme a los ojos.
—¿Quién estuvo aquí anoche?—le espeté.
Se quedó helado. Miró el pendiente y supo que estaba atrapado.
—No es lo que parece…
—¿Ah, no? ¿Entonces qué es?
No supo qué responder. Bajó la cabeza y murmuró:
—Lo siento… Fue un error…
La rabia me hizo temblar.
—¿Un error? ¡En mi casa! ¡Mientras yo estaba en el hospital con tu hijo!
Él intentó acercarse, pero retrocedí.
—No quiero escucharte ahora. Vete.
Esa noche no dormí. Escuchaba la respiración tranquila de Daniel y pensaba en todo lo que había perdido: la confianza, la amistad de Lucía, la familia que creía tener. Mi madre volvió al día siguiente con una tortilla de patatas y su mejor cara de «esto se supera». Pero yo ya no era la misma.
Las semanas siguientes fueron un desfile de visitas al abogado, conversaciones incómodas con familiares y miradas inquisitivas de los vecinos del bloque. Lucía intentó llamarme varias veces, pero no contesté. No podía soportar escuchar su voz.
Una tarde, mientras recogía los juguetes de Daniel del suelo del salón, mi madre apareció sin avisar.
—He hablado con Álvaro—dijo sin rodeos—. Quiere ver al niño este fin de semana.
Sentí un nudo en el estómago.
—¿Y tú qué piensas?
Ella suspiró.
—Pienso que tienes derecho a rehacer tu vida, pero también tienes derecho a estar enfadada. Solo te pido que no conviertas esto en una guerra. Daniel necesita paz.
La miré largo rato antes de responder.
—¿Y yo? ¿No tengo derecho a sentirme traicionada?
Ella me acarició el pelo como cuando era pequeña.
—Claro que sí, hija. Pero no dejes que ese dolor te defina para siempre.
Ahora han pasado seis meses desde aquella noche fatídica. Álvaro y yo estamos separados legalmente y Daniel va adaptándose a su nueva rutina entre dos casas. Lucía se ha mudado a otra ciudad y yo he vuelto a salir con amigas, aunque todavía me cuesta confiar en alguien nuevo.
A veces me pregunto si podría haber hecho algo diferente para evitarlo todo. Pero luego miro a Daniel y sé que debo seguir adelante por él y por mí misma.
¿Hasta qué punto debemos perdonar por mantener una familia unida? ¿Cuántas veces más se espera que una mujer aguante lo insoportable solo para no romper con lo establecido?