¿Debería dejarle volver? La decisión de Lucía tras tres años de abandono
—¿Por qué vuelves ahora, Marcos? —le pregunté con la voz temblorosa, apretando el borde de la mesa de la cocina como si así pudiera sostenerme en pie.
Él bajó la mirada, incapaz de sostener mi rabia. El reloj de pared marcaba las siete y media, la hora en que normalmente le leo un cuento a mi hija antes de dormir. Pero esa noche, la rutina se rompió con su llegada inesperada, después de tres años de silencio absoluto.
Recuerdo perfectamente el día que se fue. Yo tenía nueve meses de embarazo, hinchada y asustada, con las contracciones comenzando a anunciarse como un trueno lejano. Marcos cogió una maleta pequeña, sus llaves y el móvil. No hubo discusión, solo una frase seca: “No puedo más, Lucía. Esto me supera.”
Durante meses busqué respuestas en su ausencia. Mi madre, Carmen, me ayudó a criar a Alba, mi pequeña, mientras yo alternaba trabajos precarios en una tienda de ropa y limpiando casas en el barrio de Chamberí. Cada vez que Alba preguntaba por su padre, sentía un nudo en el estómago. “Está lejos, cariño”, le decía, intentando no llorar.
La familia nunca me lo perdonó del todo. Mi hermano Sergio no podía ni oír su nombre sin apretar los puños. “Ese cobarde no merece ni que le mires a la cara”, repetía cada Navidad, cuando poníamos una silla de más en la mesa por costumbre.
Y ahora estaba ahí, sentado en mi cocina, con el pelo más corto y las manos temblorosas. “He cambiado, Lucía”, murmuró. “No sabes lo que he sufrido lejos de vosotras.”
—¿Sufrido? —me reí amargamente—. ¿Sabes lo que es parir sola? ¿Lo que es ver a tu hija preguntar cada noche por ti? ¿Lo que es pedir favores para poder pagar la guardería?
Marcos tragó saliva. —No vine a justificarme. Solo quiero pedirte perdón… y conocer a Alba.
Me quedé callada. Por dentro, una parte de mí gritaba que le echara de casa para siempre. Otra parte recordaba los buenos momentos: los paseos por el Retiro, las noches de cine en casa, los sueños compartidos antes de que todo se rompiera.
Mi madre entró en la cocina sin avisar. —¿Qué hace este aquí? —preguntó con frialdad.
—Solo quiero hablar —dijo Marcos—. No vengo a hacer daño.
Carmen se cruzó de brazos. —Ya hiciste suficiente daño. Lucía no necesita más problemas.
—Mamá, por favor —susurré—. Déjame hablar con él.
Cuando por fin nos quedamos solos, Marcos me contó su versión: una depresión profunda, miedo al compromiso, una huida hacia adelante que terminó en un pueblo perdido de Soria trabajando en una gasolinera. “Pensé que era mejor desaparecer que arrastraros conmigo”, dijo.
No sabía si creerle. Había aprendido a desconfiar incluso de mi propia sombra. Pero algo en su voz sonaba sincero.
—¿Y ahora qué quieres? —pregunté—. ¿Volver como si nada?
—No —respondió—. Quiero ser parte de la vida de Alba… y si tú me lo permites, intentar reconstruir lo nuestro.
Esa noche no dormí. Miré a Alba mientras dormía abrazada a su peluche favorito y pensé en todo lo que habíamos pasado juntas: las noches en vela con fiebre, los cumpleaños sin padre, las tardes en el parque viendo cómo otros niños corrían hacia sus papás.
Al día siguiente llamé a mi amiga Pilar para desahogarme.
—¿Y si vuelve a irse? —le pregunté entre lágrimas.
—Eso no puedes saberlo —me dijo—. Pero tampoco puedes vivir con miedo toda la vida. Piensa en lo que es mejor para ti y para Alba.
Durante semanas, Marcos insistió en vernos. Trajo regalos para Alba: un libro de cuentos y una pelota del Atleti. Al principio ella se mostró tímida, pero poco a poco empezó a sonreírle. Yo observaba cada gesto con recelo.
Un domingo fuimos los tres al parque del Oeste. Alba corría delante de nosotros y Marcos me miró con ojos húmedos.
—Sé que no merezco tu perdón —susurró—. Pero quiero intentarlo.
Mi familia seguía dividida. Sergio no quería ni verle; mi madre decía que debía pensar solo en Alba; Pilar opinaba que merecía una segunda oportunidad si demostraba con hechos su cambio.
Una tarde lluviosa, mientras recogía los juguetes del salón, Alba se acercó y me preguntó:
—Mamá, ¿papá va a quedarse esta vez?
Sentí un dolor agudo en el pecho. No tenía respuesta.
Esa noche cité a Marcos en casa. Le miré fijamente y le dije:
—No sé si podré perdonarte algún día. Pero Alba merece conocer a su padre… siempre que tú demuestres que has cambiado de verdad.
Él asintió con lágrimas en los ojos.
Ahora cada día es una prueba: para él, para mí y sobre todo para Alba. No sé si algún día podré volver a confiar plenamente ni si nuestro amor podrá renacer entre tantas heridas.
Pero os pregunto: ¿vosotros qué haríais? ¿Se puede reconstruir una familia después de tanto dolor o hay heridas que nunca cicatrizan?