¿Debería perdonar a Manuel, que ha vuelto arrepentido?
—¿Por qué has vuelto, Manuel? —le pregunté sin poder evitar que mi voz temblara, mientras la lluvia golpeaba los cristales del salón. Él estaba ahí, empapado, con la mirada baja y las manos entrelazadas como un niño que teme el castigo.
No era la primera vez que imaginaba este momento, pero nunca pensé que dolería tanto. Tres años habían pasado desde que recogió sus cosas y se marchó con Lucía, esa chica de veintiséis años que trabajaba en la oficina de al lado. Yo tenía cuarenta y cinco entonces, y sentí cómo mi mundo se desmoronaba en silencio, sin gritos ni portazos, solo con el eco de su ausencia llenando cada rincón de la casa.
—No sé cómo pedirte perdón, Carmen —susurró Manuel—. He sido un imbécil. Lo sé. Pero no dejo de pensar en ti, en nosotros…
Me quedé mirándole, intentando reconocer al hombre con el que compartí media vida. El mismo que me hacía reír en los veranos en Cádiz, el que me abrazaba cuando no podía dormir por las preocupaciones del trabajo o los problemas con los niños. Pero también el hombre que me traicionó, que eligió la novedad y la juventud antes que a mí.
La soledad se había convertido en mi compañera desde entonces. Mis hijos, Marta y Sergio, ya estaban en la universidad y apenas venían los fines de semana. Mi madre, siempre tan prudente, me repetía: “Carmen, no te encierres. La vida sigue”. Pero yo no sabía cómo seguirla. Me refugié en mi trabajo como profesora de literatura en el instituto del barrio y en las tardes de café con mi amiga Pilar, que nunca me dejó caer del todo.
—¿Y Lucía? —pregunté, incapaz de evitarlo.
Manuel suspiró y se pasó la mano por el pelo mojado.
—Se fue hace meses. Dijo que no quería una vida conmigo. Que buscaba otra cosa… Yo… yo me quedé solo. Y entonces me di cuenta de todo lo que había perdido.
Sentí una punzada de rabia mezclada con compasión. ¿Era eso lo que le traía de vuelta? ¿La soledad? ¿O realmente me echaba de menos?
Recordé las noches llorando en la cocina, escondida para que mis hijos no me vieran rota. Recordé las veces que busqué su olor en las sábanas vacías y las veces que deseé borrar todos los recuerdos para dejar de sufrir. Pero también recordé cómo aprendí a vivir sola: a ir al cine sin compañía, a viajar con Pilar a Granada solo por el placer de perderme entre calles nuevas, a descubrir que podía reírme otra vez.
—No sé si puedo perdonarte —le dije al fin—. No sé si quiero volver a ser esa mujer que espera en casa mientras tú decides si te quedas o te vas.
Manuel se arrodilló frente a mí. Sentí vergüenza y lástima a partes iguales.
—Carmen, te lo suplico. Dame una oportunidad para demostrarte que he cambiado. No soy el mismo hombre. He aprendido…
Me aparté un poco. No quería tocarle. No todavía.
—¿Y nuestros hijos? ¿Has pensado en ellos? Sergio aún no te habla y Marta apenas te contesta los mensajes.
Vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. No era fácil para ninguno de los dos.
—He cometido muchos errores —admitió—. Pero quiero arreglarlo. Quiero volver a casa.
La palabra «casa» retumbó en mi cabeza como una campana rota. ¿Era esta casa todavía suya? ¿O solo mía?
Esa noche no dormí. Me pasé horas mirando el techo, escuchando el tic-tac del reloj y repasando cada momento de nuestra historia: los buenos y los malos, los sueños compartidos y las promesas rotas. Pensé en mis amigas del instituto, en cómo algunas habían rehecho su vida tras divorcios dolorosos y otras seguían atrapadas en matrimonios vacíos por miedo a estar solas.
Al día siguiente llamé a Pilar.
—¿Y tú qué quieres? —me preguntó ella sin rodeos—. ¿Le sigues queriendo?
No supe qué responderle. ¿Se puede querer a alguien que te ha hecho tanto daño? ¿O solo se quiere el recuerdo de lo que fue?
Durante semanas Manuel insistió: flores en la puerta, mensajes largos por WhatsApp, cartas escritas a mano como cuando éramos novios. Mis hijos no querían saber nada de él; Marta incluso me gritó una tarde:
—¡Mamá, no puedes dejarle volver así como así! ¡Nos destrozó a todos!
Y tenía razón. Pero también tenía miedo de quedarme sola para siempre, de convertirme en esa mujer invisible que nadie mira en el supermercado o en el parque.
Una tarde fui a ver a mi madre. Ella me miró con esa mezcla de ternura y sabiduría que solo tienen las madres andaluzas.
—Hija, perdonar es un acto muy grande —me dijo—. Pero no tienes por qué hacerlo si no lo sientes de verdad. No le debes nada a nadie más que a ti misma.
Salí de su casa con el corazón encogido pero un poco más claro.
Esa noche cité a Manuel en el parque donde solíamos pasear cuando los niños eran pequeños.
—Manuel —le dije mirándole a los ojos—, no sé si algún día podré perdonarte del todo. Pero tampoco quiero vivir anclada al pasado. Si quieres intentarlo tendrás que ganarte mi confianza desde cero. Y tendrás que hablar con tus hijos y pedirles perdón tú mismo.
Él asintió, con lágrimas cayéndole por las mejillas.
No sé qué pasará mañana ni si podré volver a amarle como antes. Pero sé que esta vez la decisión es mía y solo mía.
¿De verdad se puede reconstruir lo roto? ¿O hay heridas que nunca terminan de cerrar? ¿Vosotros qué haríais?