Después del Divorcio: Sin Hogar, Sin Rumbo, Pero con Esperanza

—¿De verdad te vas a quedar aquí otra noche más? —me preguntó mi hermana Lucía, con la voz cargada de cansancio y compasión, mientras yo recogía mis cosas del sofá.

No supe qué responder. Miré el reloj: las 7:15 de la mañana. El olor a café recién hecho inundaba la cocina, pero yo apenas podía tragar saliva. Llevaba tres meses durmiendo en ese sofá, desde que firmé los papeles del divorcio con Antonio. Tres meses desde que mi vida se desmoronó como un castillo de naipes.

Nunca imaginé que acabaría así. Yo, Carmen García, la que siempre tenía todo bajo control, la que organizaba las cenas familiares y los cumpleaños de los niños del barrio en nuestro piso de Vallecas. Diez años de matrimonio, siete de ellos felices, los tres últimos… una pesadilla. Antonio cambió. O quizá fui yo la que cambió y no quise verlo. Empezó a llegar tarde, a contestar con monosílabos, a salir los fines de semana sin dar explicaciones. Una noche, después de una discusión absurda por la compra del supermercado, me gritó:

—¡No aguanto más esta vida contigo! ¡Me asfixias!

Me quedé helada. No era la primera vez que discutíamos, pero nunca me había hablado así. Esa noche dormí en el sofá. La primera de muchas.

El divorcio fue rápido y frío. Él se quedó con el piso porque estaba a su nombre; yo solo tenía mi trabajo como administrativa en una gestoría y una maleta con ropa. Mi madre me ofreció volver a casa, pero no podía soportar la idea de enfrentarme a su mirada de decepción. Así que acepté la hospitalidad de Lucía, aunque sabía que no podía quedarme allí para siempre.

—Carmen, tienes que rehacer tu vida —me decía Lucía cada noche mientras cenábamos juntas—. No puedes dejar que Antonio te quite también las ganas de vivir.

Pero yo no sabía por dónde empezar. Cada vez que salía a la calle sentía que todo el mundo me miraba, como si llevara un cartel colgado al cuello: «Divorciada y fracasada».

Un día, mientras esperaba el autobús para ir al trabajo, vi un cartel en una farola: «Terreno en venta. Precio negociable». No sé qué me impulsó a llamar al número. Quizá fue el deseo de tener algo propio, algo que nadie pudiera arrebatarme. El terreno estaba en las afueras de Madrid, cerca de Rivas. Era pequeño y estaba lleno de maleza, pero cuando lo vi sentí una chispa de esperanza.

—¿Vas a construirte una casa tú sola? —me preguntó Lucía cuando le conté mi plan—. ¿Estás loca?

Quizá sí. Pero por primera vez en meses sentí que tenía un objetivo.

Los fines de semana los dedicaba a limpiar el terreno y a buscar tutoriales en YouTube sobre cómo levantar paredes y poner tejados. Mi cuñado Paco me ayudó con los cimientos y algunos amigos trajeron herramientas prestadas. Cada ladrillo que colocaba era una pequeña victoria contra el miedo y la inseguridad.

Fue entonces cuando conocí a Diego. Nos presentó Marta, una compañera del trabajo, durante una cena en Lavapiés. Diego era arquitecto técnico y tenía una sonrisa cálida que me desarmó desde el primer momento.

—¿Así que estás construyendo tu propia casa? —me preguntó intrigado—. Eso sí que es tener valor.

Me reí por primera vez en mucho tiempo.

Empezamos a vernos los fines de semana. Diego venía al terreno y me enseñaba trucos para ahorrar materiales o reforzar las paredes. Poco a poco, su presencia se volvió imprescindible. Me hacía sentir capaz, fuerte… incluso guapa otra vez.

Pero cada vez que Diego se acercaba demasiado, algo dentro de mí se encogía. No podía evitar pensar en Antonio, en cómo todo había empezado igual de bien y acabado tan mal.

Una tarde lluviosa, mientras poníamos pladur en el salón improvisado de mi futura casa, Diego se acercó y me tomó la mano.

—Carmen, sé que has pasado por mucho —me dijo mirándome a los ojos—. Pero yo no soy él. No quiero hacerte daño.

Me aparté bruscamente.

—No lo entiendes —le respondí casi susurrando—. Tengo miedo de volver a confiar… de volver a perderlo todo.

Diego suspiró y se quedó en silencio unos segundos antes de hablar:

—No tienes que decidir nada ahora. Solo quiero estar aquí contigo, ayudarte a construir algo nuevo… lo que tú quieras.

Esa noche lloré como hacía años que no lloraba. No por Antonio ni por el pasado, sino por mí misma: por la mujer rota que intentaba recomponerse ladrillo a ladrillo.

Las obras avanzaban despacio pero seguras. Cada vez que veía cómo la casa tomaba forma sentía una mezcla de orgullo y vértigo: ¿y si no era suficiente? ¿Y si volvía a fracasar?

Mi madre vino a ver la casa un domingo por la tarde. Caminó despacio entre las paredes sin pintar y se detuvo frente a la ventana del salón.

—Nunca pensé que fueras tan valiente —me dijo con lágrimas en los ojos—. Estoy orgullosa de ti.

Por primera vez sentí que quizá no estaba tan sola como pensaba.

Ahora duermo en un colchón sobre el suelo del salón sin terminar, rodeada de herramientas y polvo, pero también de esperanza. Diego sigue viniendo cada fin de semana; a veces hablamos hasta la madrugada sobre nuestros miedos y sueños. Sigo sin saber si podré abrirle del todo mi corazón o si algún día dejaré atrás el miedo al abandono.

Pero cada mañana me levanto y miro por la ventana sin cristales hacia el terreno vacío y pienso: «Estoy aquí porque luché por ello».

¿De verdad es posible empezar de cero después de perderlo todo? ¿O las cicatrices del pasado siempre nos acompañarán? ¿Vosotros qué pensáis?