Dos estudios, un matrimonio: cuando la casa de tus sueños se convierte en la de tu suegra

—¿Cómo que has comprado dos estudios? —le pregunté a Sergio, con la voz temblorosa y el corazón golpeando en mi pecho como si quisiera salirse. El café de la mañana se me quedó frío entre las manos, y el sol que entraba por la ventana de la cocina parecía burlarse de mí.

Él no levantó la vista del móvil. —Era una buena oportunidad, Laura. No podía dejarla pasar. Además, así mi madre estará cerca y no sola en Leganés.

Me quedé en silencio, intentando procesar lo que acababa de escuchar. Llevábamos meses buscando nuestro piso ideal: dos habitaciones, cerca del Retiro, con luz y espacio para crecer como familia. Habíamos visto decenas de anuncios, visitado pisos que olían a humedad y otros que nos hacían soñar despiertos. Siempre juntos, siempre decidiendo cada detalle. O eso creía yo.

—¿Y cuándo pensabas decírmelo? —pregunté, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.

Sergio suspiró, como si fuera él el que estuviera cansado. —No quería discutir. Sé que te cuesta aceptar que mi madre necesita ayuda. Esto es lo mejor para todos.

En ese momento sentí que el suelo se abría bajo mis pies. No era solo el hecho de que hubiera gastado nuestros ahorros sin consultarme; era la certeza de que su madre siempre estaría entre nosotros, ocupando un espacio que yo había reservado para nuestra vida juntos.

Me encerré en el baño y dejé que las lágrimas corrieran libres. Recordé todas las veces que Carmen, mi suegra, había opinado sobre nuestra relación: desde cómo cocinaba hasta cómo vestía o cuánto tiempo pasábamos con mis padres. Siempre presente, siempre juzgando desde su trono invisible.

Esa noche apenas dormí. Sergio roncaba a mi lado como si nada hubiera pasado. Yo miraba al techo, repasando cada conversación, cada promesa rota. ¿En qué momento dejé de ser su compañera para convertirme en una espectadora de su vida?

Al día siguiente, fui a ver los estudios. El primero era pequeño pero luminoso; el segundo, oscuro y con vistas a un patio interior. Me imaginé a Carmen instalándose allí, trayendo sus plantas y sus figuritas de porcelana, criticando el polvo en las estanterías y preguntando por qué no teníamos hijos todavía.

Mi madre me llamó esa tarde. —¿Cómo va la búsqueda del piso? —preguntó con ilusión.

No supe qué decirle. Me limité a responder: —Estamos mirando opciones.

Esa noche enfrenté a Sergio. —¿De verdad crees que esto es justo? ¿Que tu madre viva al lado y yo tenga que renunciar a nuestro sueño?

Él se encogió de hombros. —Es familia, Laura. No puedo dejarla sola.

—¿Y yo? ¿No soy tu familia también?

El silencio fue más doloroso que cualquier palabra.

Los días siguientes fueron una sucesión de discusiones y silencios incómodos. Empecé a dudar de todo: de nuestro futuro, de mi lugar en su vida, incluso de si quería seguir luchando por un matrimonio donde mis opiniones no contaban.

Una tarde, mientras paseaba por el parque para despejarme, vi a una pareja mayor sentada en un banco. Se reían juntos, compartiendo un bocadillo y mirándose como si fueran los únicos en el mundo. Sentí una punzada de envidia y tristeza. ¿Eso era lo que quería? ¿O estaba condenada a vivir siempre a la sombra de Carmen?

Volví a casa decidida a hablar con Sergio por última vez.

—Necesito saber si esto va a ser siempre así —le dije—. Si siempre vas a tomar decisiones importantes sin mí. Si tu madre va a ser siempre tu prioridad.

Él me miró por fin a los ojos. —No lo sé, Laura. Solo sé que no quiero perderte ni dejar sola a mi madre.

—Pues tendrás que elegir —le respondí, con la voz rota pero firme—. Porque yo no puedo vivir así.

Esa noche dormí en el sofá. Al día siguiente hice la maleta y me fui a casa de mi hermana Ana, buscando refugio y claridad.

Han pasado semanas desde entonces. Sergio me llama cada día, pero no contesto. Necesito tiempo para pensar si quiero seguir siendo secundaria en mi propia vida o si ha llegado el momento de empezar de nuevo.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han renunciado a sus sueños por mantener una familia unida? ¿Cuántas veces nos han pedido que cedamos «por el bien de todos» mientras nuestros deseos quedan relegados al último lugar?

¿Y tú? ¿Qué harías si tu pareja tomara una decisión así sin ti? ¿Hasta dónde estarías dispuesta a ceder por amor?