El Café de los Gatos y las Grietas del Corazón
—¿De verdad vas a tirar todo ese dinero en gatos? —La voz de mi madre retumbó en el salón, como si las paredes del piso de Lavapiés pudieran absorber su incredulidad.
Carmen no respondió. Sostenía la taza de café con ambas manos, la mirada fija en la ventana, donde la lluvia golpeaba el cristal con la misma insistencia que las palabras de mi madre. Yo, sentado entre ambas, sentía cómo la tensión me cortaba la respiración.
Nunca imaginé que una herencia pudiera ser el principio del fin o el inicio de algo tan incierto. Cuando el notario nos llamó para decirnos que la tía abuela de Carmen le había dejado una suma considerable, pensé en hipotecas pagadas, en fondos de inversión, en asegurar nuestro futuro y el de nuestros hijos. Pero Carmen tenía otros planes.
—Quiero abrir un café de gatos —me dijo una noche, mientras doblaba la ropa limpia. Lo dijo con esa voz suya, suave pero firme, la misma que usó cuando me pidió matrimonio hace veinte años.
—¿Un qué? —pregunté, sin poder evitar reírme.
—Un lugar donde la gente pueda tomar café y acariciar gatos. Un refugio para ellos y para nosotros. ¿No te parece bonito?
No supe qué contestar. Pensé que era una idea pasajera, una fantasía más. Pero Carmen empezó a buscar locales, a hablar con protectoras, a dibujar bocetos en servilletas. La herencia ardía en su cuenta bancaria como una promesa y una amenaza.
Mis padres no tardaron en enterarse. Mi madre, siempre tan práctica, veía el dinero como un salvavidas en este país donde los sueldos no llegan a fin de mes y los alquileres suben cada año. Mi padre apenas opinaba, pero su silencio era un muro entre nosotros.
—¿Y si no funciona? —le pregunté a Carmen una noche, cuando los niños dormían y la ciudad parecía menos hostil.
—¿Y si sí? —me respondió ella, mirándome con esos ojos grandes que siempre me han desarmado.
No era solo el dinero. Era el miedo a perderla en un sueño que no compartía. Era sentirme desplazado por algo que no entendía. Era preguntarme si veinte años juntos bastaban para sobrevivir a una locura así.
El día que firmó el contrato del local, llovía como hoy. Carmen llegó empapada pero radiante. Yo intenté sonreírle, pero sentí una punzada de celos: por primera vez, ella tenía algo solo suyo.
Las obras empezaron y con ellas los problemas. El ayuntamiento puso pegas por los permisos; los vecinos protestaron por los posibles olores; mi hermano Luis se burló en cada comida familiar: “¿Y si los gatos se escapan y montan una revolución felina por Lavapiés?”
Pero Carmen seguía adelante. Pintó las paredes de azul claro, colgó estanterías para que los gatos treparan, eligió cada taza como si fuera un talismán. Yo iba después del trabajo y la encontraba hablando sola con los animales o acariciando a un gato atigrado que había rescatado del contenedor.
Una noche discutimos fuerte. Yo estaba cansado, harto de sentirme secundario en mi propia casa.
—¿Por qué no puedes invertir como todo el mundo? ¿Por qué tienes que complicarte la vida?
Carmen me miró largo rato antes de responder:
—Porque toda mi vida he hecho lo que se esperaba de mí. Ahora quiero hacer algo que me haga feliz.
Me sentí egoísta y pequeño. Pero también dolido. ¿Acaso yo no contaba? ¿Nuestros hijos? ¿Nuestra estabilidad?
El día de la inauguración llegó entre nervios y expectativas rotas. Apenas vinieron amigos y algún curioso del barrio. Los gatos estaban asustados; uno se escondió detrás del frigorífico y otro arañó a una clienta. Carmen intentó sonreír pero yo vi el temblor en sus manos.
Las semanas siguientes fueron un carrusel de emociones: días vacíos, facturas impagadas, noches sin dormir. Empecé a buscar trabajo extra para compensar las pérdidas. Los niños preguntaban por qué mamá estaba siempre cansada.
Una tarde encontré a Carmen llorando en la trastienda, rodeada de sacos de pienso y mantas sucias.
—No puedo más —susurró—. Quizá todos tenían razón.
Me senté a su lado y por primera vez en meses la abracé sin reproches.
—No sé si esto funcionará —le dije—. Pero estoy aquí contigo.
Poco a poco, algo cambió. Una vecina trajo a su hija autista y el contacto con los gatos la calmó como nada antes. Un grupo de estudiantes empezó a reunirse allí para estudiar entre ronroneos. El boca a boca hizo su magia y el café empezó a llenarse.
No nos hicimos ricos. Pero vi a Carmen sonreír otra vez, vi cómo los gatos encontraban hogar y cómo nuestro matrimonio sobrevivía a base de paciencia y ternura redescubierta.
Ahora, cuando cierro la puerta del café cada noche y veo a Carmen recogiendo tazas con las mejillas sonrojadas por el esfuerzo y la alegría, me pregunto:
¿Vale más la seguridad o perseguir un sueño? ¿Cuántas veces dejamos de vivir por miedo al qué dirán?
¿Y tú? ¿Te atreverías a arriesgarlo todo por algo que solo tú entiendes?