El cumpleaños de Ricardo: La noche en que mi mundo se rompió
—¿Por qué no ha llegado aún Lucía? —pregunté, mirando el reloj por quinta vez en los últimos diez minutos. El salón estaba lleno de risas, copas tintineando y el aroma de la tortilla de patatas de mi madre. Era el 60 cumpleaños de Ricardo, mi marido desde hace veintiocho años, y todo el mundo parecía feliz. Todos menos yo, que sentía un nudo en el estómago desde que me levanté esa mañana.
Ricardo estaba en su salsa, rodeado de amigos de toda la vida, compañeros del instituto y nuestros hijos, Marta y Álvaro. Había organizado la fiesta con meses de antelación, insistiendo en invitar a todos, incluso a gente con la que apenas hablábamos ya. Yo me limité a seguirle el juego, aunque últimamente notaba algo raro en él: llegadas tarde, llamadas que contestaba en voz baja, excusas vagas sobre reuniones interminables en la oficina.
—Mamá, ¿quieres que te ayude con los canapés? —me preguntó Marta, interrumpiendo mis pensamientos.
—No hace falta, cariño. Ve a disfrutar —le respondí forzando una sonrisa.
De repente, la puerta sonó con fuerza. Todos se giraron. Ricardo fue el primero en acercarse. Al abrir, una mujer alta, de pelo oscuro y mirada intensa entró acompañada de un chico de unos quince años. Nadie los conocía. El silencio se hizo incómodo.
—¿Ricardo? —dijo ella con voz temblorosa—. Perdona que venga así, pero ya no podía más.
Vi cómo Ricardo se quedaba pálido. Sus manos temblaban. Yo sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
—¿Quiénes sois? —pregunté sin poder evitarlo.
La mujer me miró directamente a los ojos.—Me llamo Elena. Este es mi hijo, Sergio. Tu hijo también, Ricardo.
El salón estalló en murmullos. Marta soltó la bandeja de canapés y Álvaro se quedó petrificado. Mi madre se llevó la mano al pecho y los amigos de Ricardo se miraban entre sí sin saber qué hacer.
—¡Eso no puede ser! —grité—. ¡Ricardo, dime que no es cierto!
Ricardo bajó la cabeza. No dijo nada. El silencio fue peor que cualquier palabra.
—Durante dieciséis años he esperado a que dieras la cara —continuó Elena—. Sergio merece saber quién es su padre. Y tú mereces saber la verdad —me miró con compasión, como si yo fuera una niña perdida.
Sentí rabia, vergüenza y una tristeza tan profunda que apenas podía respirar. ¿Cómo era posible? ¿Cómo no me había dado cuenta?
Ricardo intentó acercarse a mí.—Ana, déjame explicarte…
Le aparté de un empujón.—¡No te acerques! ¿Explicarme qué? ¿Que llevas media vida mintiéndome? ¿Que tienes otro hijo?
Marta rompió a llorar.—¡Papá! ¿Cómo has podido hacernos esto?
Álvaro salió corriendo al jardín. Yo me quedé allí, rodeada de gente pero más sola que nunca.
Elena abrazó a Sergio y le susurró algo al oído. El chico tenía los ojos llenos de lágrimas pero no decía nada. Me miraba como si yo fuera la intrusa.
Los invitados empezaron a irse poco a poco, murmurando entre ellos. Mi madre intentó consolarme.—Hija, ven conmigo a casa…
Negué con la cabeza.—No puedo moverme… No puedo creerlo…
Ricardo se arrodilló ante mí.—Ana, lo siento… Fue un error… No sabía cómo salir de esto…
Le miré con todo el odio y el amor acumulados en casi treinta años.—¿Un error? ¡Dieciséis años no son un error! ¡Una familia entera no es un error!
Elena se acercó.—No quería hacerte daño. Pero Sergio tiene derecho a conocer a su padre.
La miré sin poder odiarla del todo. Ella también era víctima de las mentiras de Ricardo.
Esa noche fue un desfile de lágrimas y reproches. Marta no quería hablar con nadie; Álvaro no volvió hasta la madrugada; yo me encerré en nuestro dormitorio mientras Ricardo dormía en el sofá.
Los días siguientes fueron aún peores. La noticia corrió por el barrio como la pólvora. Las vecinas me miraban con lástima en el supermercado; mis amigas me llamaban para cotillear; mi suegra me pedía perdón por su hijo.
Ricardo intentaba hablar conmigo cada día.—Ana, por favor… Tenemos que hablar…
Yo solo podía pensar en todo lo que habíamos compartido: los veranos en Asturias, las Navidades en casa de mis padres, las noches en vela cuando Marta tenía fiebre… ¿Había sido todo una mentira?
Una tarde, Marta entró en mi habitación.—Mamá… ¿Qué vamos a hacer ahora?
La abracé fuerte.—No lo sé, hija… Pero pase lo que pase, te tengo a ti y a tu hermano.
Álvaro fue el primero en querer conocer a Sergio.—Al fin y al cabo es mi hermano —dijo con una madurez que me sorprendió.
Yo no estaba preparada para tanto. Pero sabía que tenía que ser fuerte por mis hijos.
Ricardo seguía insistiendo.—Ana, te juro que os quiero… Que esto no cambia lo nuestro…
Le miré con lágrimas en los ojos.—Lo nuestro ya no existe, Ricardo. Tú lo rompiste.
Elena y Sergio empezaron a venir algunos fines de semana para intentar construir algo parecido a una familia extendida. No era fácil. Cada encuentro era un recordatorio doloroso de la traición.
A veces pienso en marcharme lejos, empezar de cero. Pero luego miro a Marta y Álvaro y sé que no puedo huir. Ellos necesitan estabilidad, aunque yo esté rota por dentro.
Han pasado meses desde aquella noche y sigo sin encontrar respuestas. ¿Se puede perdonar algo así? ¿Es posible reconstruir una vida después de una traición tan grande?
A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven engañadas sin saberlo? ¿Cuántos Ricardos hay ahí fuera? ¿Y cuántas Anas siguen adelante por amor a sus hijos aunque su corazón esté hecho trizas?