El día que descubrí los mensajes de Álvaro: ¿Hasta dónde llega una traición?
—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Álvaro? —pregunté, intentando que mi voz no temblara, aunque por dentro sentía que me desgarraba.
Él ni siquiera me miró. Se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre la silla del salón, como si no importara nada. —Ha habido mucho trabajo en la oficina, Lucía. Ya te lo he dicho mil veces.
Mentira. Lo supe en ese instante. No era solo el cansancio en sus ojos, sino la manera en que evitaba mirarme, el olor a perfume que no era mío, el móvil que nunca soltaba. Llevábamos quince años casados y, sin embargo, esa noche sentí que dormía junto a un desconocido.
Durante meses, las excusas se acumularon como polvo bajo la alfombra. Las cenas en silencio, las miradas esquivas, los fines de semana en los que prefería salir solo a correr por el Retiro. Yo intentaba convencerme de que era una mala racha, que todos los matrimonios pasan por baches. Pero la soledad se hacía cada vez más grande y pesada.
Una tarde de domingo, mientras él se duchaba, su móvil vibró sobre la mesa. No suelo mirar sus cosas, pero esa vez algo me empujó. El mensaje era de una tal Marta: “No puedo esperar a verte mañana. Gracias por estar dispuesto a todo por mí”.
Sentí un frío recorriéndome el cuerpo. Abrí la conversación y leí palabras que jamás pensé ver escritas por Álvaro: “No aguanto más esta vida. Estoy dispuesto a dejarlo todo por ti”.
Me temblaban las manos. Cerré el móvil justo cuando salió del baño. Me miró y supe que lo sabía. El silencio entre nosotros era tan denso que apenas podía respirar.
—¿Quién es Marta? —pregunté con voz rota.
No respondió al principio. Se sentó en el borde de la cama y se cubrió la cara con las manos.
—Lucía… no sé cómo hemos llegado hasta aquí.
—¿Hasta dónde? ¿Hasta mentirme cada día? ¿Hasta escribirle a otra mujer que dejarías todo por ella?
Las lágrimas me ardían en los ojos, pero no iba a llorar delante de él. No aún.
—No quería hacerte daño —susurró—. Pero hace tiempo que siento que no somos los mismos.
—¿Y eso justifica esto? —le mostré el móvil—. ¿Justifica que traiciones a tu familia?
La discusión se alargó durante horas. Gritos ahogados para no despertar a nuestra hija pequeña, reproches lanzados como cuchillos, recuerdos felices convertidos en armas arrojadizas.
Esa noche dormí en el sofá. O fingí dormir, porque el insomnio me devoró mientras repasaba cada detalle de los últimos meses: las cenas canceladas, las llamadas a deshoras, las sonrisas forzadas delante de nuestros amigos. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros?
Al día siguiente, fui a trabajar como un autómata. En la oficina nadie notó nada; en España estamos acostumbrados a guardar las apariencias. Pero dentro de mí todo era un torbellino: rabia, tristeza, miedo al futuro.
Mi madre vino a casa esa tarde para cuidar de la niña y notó enseguida mi estado.
—¿Qué te pasa, hija? —me preguntó mientras preparaba una tortilla de patatas.
No pude evitarlo y rompí a llorar en sus brazos como cuando era niña. Le conté todo entre sollozos y ella me acarició el pelo con ternura.
—Lucía, nadie merece vivir con una mentira. Pero tampoco tomes decisiones en caliente. Habladlo con calma.
Pero ¿cómo hablar con calma cuando sientes que te han arrancado el corazón?
Esa noche Álvaro y yo nos sentamos frente a frente en la cocina. La niña dormía y el reloj marcaba las dos de la madrugada.
—¿La amas? —pregunté sin rodeos.
Él bajó la mirada.—No lo sé… Solo sé que contigo ya no soy feliz.
Sentí una mezcla de furia y compasión. ¿Cuántas parejas en España viven así, atrapadas en rutinas vacías, fingiendo por miedo al qué dirán?
Durante semanas intentamos arreglarlo: terapia de pareja, paseos por el parque, cenas forzadas en restaurantes donde antes reíamos juntos. Pero nada funcionaba. La confianza estaba rota y yo ya no podía mirar a Álvaro sin recordar sus palabras escritas para otra mujer.
Un día decidí marcharme con mi hija al piso de mi hermana Carmen en Vallecas. Carmen siempre fue mi refugio; su casa olía a café recién hecho y esperanza.
—No eres la primera ni serás la última —me dijo mientras me servía una copa de vino—. Pero tienes derecho a empezar de nuevo.
Los primeros días fueron un infierno: llamadas de Álvaro pidiendo perdón, mensajes de amigos comunes intentando mediar, familiares opinando sin conocer toda la historia. En España todos creen tener derecho a opinar sobre tu vida cuando hay una crisis matrimonial.
Pero poco a poco empecé a respirar mejor. Volví a salir con amigas, retomé clases de yoga y aprendí a disfrutar del silencio sin sentirme sola.
Álvaro y yo hablamos solo lo necesario por nuestra hija. Él sigue con Marta; yo sigo reconstruyéndome pedazo a pedazo.
A veces me pregunto si algún día podré volver a confiar en alguien o si esta herida me acompañará siempre como una cicatriz invisible.
¿De verdad es posible perdonar una traición así? ¿O simplemente aprendemos a vivir con el dolor hasta que deja de doler?