El día que Lucía rompió mi vida: Entre el amor y la familia
—¿De verdad vas a dejar que tus hijos decidan por ti? —le susurré a Sergio, con la voz rota, mientras la música de la fiesta seguía sonando en el salón del restaurante. Nadie más parecía notar que mi mundo se desmoronaba en ese rincón oscuro, junto a la ventana empañada por la lluvia de Madrid.
Sergio bajó la mirada. Sus manos temblaban y apretaba el móvil como si esperara una llamada que le salvara de tener que mirarme a los ojos. —No es tan fácil, Marta. Son mis hijos. No puedo hacerles esto… No puedo perderlos.
La rabia y el dolor me subieron como un nudo a la garganta. Llevábamos dos años juntos. Habíamos superado las miradas de reojo de su exmujer, las cenas incómodas con sus padres en Toledo, los comentarios de mis amigas sobre «meterse en una familia ya hecha». Pero nada me había preparado para esto: para que, a una semana de nuestra boda, Sergio me dijera que no podía casarse conmigo porque sus hijos, Lucía y Álvaro, no lo aceptaban.
—¿Y yo? —le pregunté, casi sin voz—. ¿No te importa perderme a mí?
Sergio se pasó la mano por el pelo, desesperado. —No es eso… Marta, entiéndelo. Lucía lleva semanas sin hablarme. Álvaro ha dejado de venir los fines de semana. Su madre les ha llenado la cabeza de cosas… Dicen que si me caso contigo, ya no seré su padre.
Sentí un frío en el pecho. Recordé la primera vez que conocí a Lucía, con su coleta alta y su mirada desafiante. Tenía catorce años y me miró como si yo fuera una intrusa en su casa. Álvaro era más pequeño, más tímido; pero desde que su hermana empezó a rechazarme, él también se alejó.
—¿Y qué hay de nosotros? —insistí—. ¿De todo lo que hemos construido?
Sergio negó con la cabeza. —No puedo elegir. No puedo perderlos… Lo siento.
Se levantó y salió del restaurante sin mirar atrás. Me quedé sola, rodeada de globos blancos y copas medio vacías. Mi madre vino corriendo al verme llorar y me abrazó fuerte.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó.
No pude responderle. Solo quería desaparecer.
Esa noche dormí en casa de mis padres, en mi antigua habitación rosa, rodeada de peluches que ya no me decían nada. Mi padre entró en silencio y se sentó a mi lado.
—Hija, sé que duele… Pero quizá es lo mejor. Siempre te dije que con hombres con pasado…
—Papá, por favor —le corté—. No quiero escuchar eso ahora.
Pero tenía razón. En el fondo siempre supe que Sergio arrastraba un mundo que yo no podía controlar: una exmujer resentida, dos hijos heridos por el divorcio, una familia política que nunca me aceptó del todo.
Los días siguientes fueron un desfile de llamadas y mensajes: amigas preguntando si era verdad lo del plantón; mi tía Mercedes diciendo que «menos mal que te has librado»; mi jefe dándome unos días libres «para recuperarme». Yo solo quería dormir y olvidar.
Pero Lucía me escribió un mensaje. Lo leí mil veces antes de atreverme a responder:
«Marta, siento si te he hecho daño. Pero no quiero que mi padre se olvide de nosotros. No es nada personal contigo. Es solo que… desde que estás tú, ya no es igual.»
Le contesté:
«Lucía, nunca quise quitaros a vuestro padre. Solo quería formar parte de vuestra vida. Ojalá algún día lo entiendas.»
No hubo respuesta.
Una tarde fui a recoger mis cosas al piso de Sergio en Chamberí. Él no estaba; solo su madre, doña Pilar, que me miró con una mezcla de lástima y alivio.
—Marta, eres buena chica… Pero esto no era para ti —me dijo mientras yo metía mis libros en una caja—. Los hijos siempre son lo primero.
Me mordí la lengua para no gritarle que yo también merecía ser lo primero para alguien.
Volví a casa de mis padres con la sensación de haber fracasado en algo fundamental. Mis amigas intentaron animarme con cenas y planes absurdos: «Vamos a Ibiza», «Hazte Tinder», «Cómprate un perro»… Pero nada llenaba el vacío.
Una noche llamé a Sergio. Necesitaba entenderlo todo.
—¿Estás bien? —preguntó él, con voz cansada.
—No —admití—. ¿Tú sí?
Silencio.
—No sé… Echo de menos todo esto —confesó—. Pero Lucía ha vuelto a hablarme. Álvaro viene los fines de semana otra vez…
Sentí una punzada de celos y tristeza.
—¿Y yo? —repetí.
—Tú mereces algo mejor —dijo él—. Alguien sin cargas…
Colgué antes de romperme del todo.
Han pasado seis meses desde aquel día en el restaurante. He vuelto a vivir sola, he cambiado de trabajo y he aprendido a estar conmigo misma. A veces veo a Sergio por el barrio; nos saludamos con una sonrisa triste y seguimos nuestro camino.
Aún me pregunto si hice bien en intentarlo hasta el final o si debí irme antes, cuando vi las primeras señales. ¿Puede el amor sobrevivir cuando la familia se interpone? ¿O siempre ganan los lazos de sangre?
¿Vosotros qué haríais? ¿Lucharíais hasta el final o aceptaríais que hay batallas perdidas desde el principio?