El día que vi a mi marido con mi mejor amiga: una traición inesperada tras 25 años de matrimonio

—¿Por qué no me lo dijiste antes, Tomás? —le pregunté una noche, cuando ya no quedaba nada más que decir entre nosotros. El salón estaba en silencio, solo interrumpido por el tictac del reloj de pared y el eco de mis palabras. Habíamos decidido separarnos después de veinticinco años juntos. Sin gritos, sin portazos, sin infidelidades… o eso pensaba yo. Simplemente, el amor se había apagado, como una vela que se consume poco a poco.

Nuestros hijos, Marta y Álvaro, ya eran adultos y vivían fuera de casa. El piso en Chamberí se sentía enorme y vacío. Tomás dormía en el sofá desde hacía meses. Yo me refugiaba en mis libros y en las largas llamadas con Lucía, mi mejor amiga desde el colegio. Ella siempre había estado ahí: en mis cumpleaños, en el nacimiento de mis hijos, en los días grises y en las noches de vino y confidencias.

La separación fue civilizada. Firmamos los papeles en una notaría cerca de Gran Vía. Nos dimos un abrazo incómodo y cada uno siguió su camino. Pensé que lo peor había pasado. Me equivoqué.

Una tarde cualquiera, salí a hacer la compra al supermercado del barrio. Al volver, paré en la gasolinera de la esquina para llenar el depósito. Y allí estaban: Tomás y Lucía. Los vi antes de que ellos me vieran a mí. Reían como dos adolescentes, se miraban con esa complicidad que yo creía perdida para siempre. Y entonces, él le cogió la mano. Sentí un nudo en el estómago tan fuerte que tuve que apoyarme en el coche para no caerme.

No podía creerlo. Lucía, mi confidente, mi hermana elegida… ¿Cómo era posible? Me quedé paralizada, observando cómo se besaban suavemente antes de entrar en la tienda de la gasolinera. Sentí náuseas, rabia y una tristeza tan profunda que me ahogaba.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama recordando cada conversación con Lucía durante los últimos meses: sus silencios incómodos cuando le hablaba de Tomás, sus evasivas cuando le preguntaba por sus planes. ¿Había estado ciega todo este tiempo? ¿Habían empezado algo mientras aún estábamos casados?

Al día siguiente, llamé a Lucía. Mi voz temblaba.
—¿Tienes algo que contarme? —le solté sin rodeos.
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.
—Lo siento, Ana —susurró—. No quería hacerte daño.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace unos meses… después de vuestra separación. No fue planeado, te lo juro.
Colgué sin decir nada más. Me sentí traicionada por las dos personas en las que más confiaba.

Durante semanas evité salir de casa. Mi madre me llamaba todos los días desde Salamanca para saber cómo estaba. Marta vino a verme y me abrazó fuerte, sin hacer preguntas. Álvaro me mandó flores con una nota: “Te quiero, mamá”. Pero nada llenaba el vacío.

Empecé a cuestionarme todo: ¿Había sido una mala esposa? ¿Una mala amiga? ¿Por qué nadie me advirtió? En las reuniones familiares, la noticia corrió como la pólvora. Mi hermana Carmen me miraba con lástima; mi cuñado soltó un comentario desafortunado sobre “lo predecible que era Tomás”.

Un domingo por la mañana, decidí salir a caminar por el Retiro. El aire fresco me ayudó a pensar con claridad por primera vez en semanas. Me senté en un banco y observé a las familias paseando, a las parejas riendo, a los niños jugando al fútbol. Recordé los veranos en la playa de San Juan con Tomás y Lucía, los chiringuitos al atardecer, las promesas de amistad eterna.

De repente sentí una mezcla extraña de alivio y dolor. Alivio porque ya no tenía que fingir que todo estaba bien; dolor porque había perdido no solo a mi marido sino también a mi mejor amiga.

Con el tiempo, aprendí a estar sola. Empecé clases de cerámica en un centro cultural del barrio; conocí a gente nueva; viajé a Granada con Marta y reímos hasta llorar viendo un espectáculo de flamenco improvisado en una cueva del Albaicín.

Pero aún hoy, cuando paso por aquella gasolinera o escucho una canción que solíamos cantar juntas, siento un pinchazo en el pecho. No sé si algún día podré perdonarles del todo.

A veces me pregunto: ¿es posible reconstruir tu vida cuando quienes más amas te fallan? ¿Se puede volver a confiar después de una traición así? ¿O simplemente aprendemos a vivir con las cicatrices?

¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?