El huésped inesperado: Cuando mi suegro puso a prueba nuestro matrimonio
—¿Quién llama a estas horas? —pregunté, mientras el reloj del salón marcaba las once y media y la lluvia golpeaba los cristales con furia.
Lucía se encogió de hombros, nerviosa. No esperábamos a nadie. Cuando abrí la puerta, me encontré con Don Manuel, su padre, empapado, con una maleta vieja en la mano y los ojos rojos. No hacía falta ser muy listo para saber que algo grave había pasado.
—¿Puedo pasar, hijo? —su voz temblaba, pero no de frío.
Lucía corrió a abrazarlo, pero yo me quedé quieto. Hacía meses que no hablaban. Desde aquella discusión en Nochebuena, cuando Don Manuel le gritó a Lucía que estaba desperdiciando su vida conmigo, un parado más en la España de hoy.
La tensión se podía cortar con un cuchillo. Don Manuel se sentó en el sofá sin decir palabra. Lucía fue a por una manta y yo, por cortesía, le ofrecí un café. Nadie habló durante un buen rato. Solo se oía la lluvia y el tic-tac del reloj.
—Me han echado de casa —dijo al fin Don Manuel, mirando al suelo—. Tu madre… Bueno, ya sabes cómo es.
Lucía le acarició la mano. Yo no sabía si sentir pena o rabia. Bastante teníamos con lo nuestro: llevaba ocho meses sin trabajo, Lucía hacía malabares con su sueldo de dependienta y las facturas se acumulaban en la mesa del recibidor.
Esa noche dormimos poco. Don Manuel roncaba en el sofá y yo daba vueltas en la cama. Lucía lloraba en silencio. Al día siguiente, todo fue aún más raro. Don Manuel se levantó temprano y empezó a dar órdenes como si estuviera en su propia casa.
—Ese cuadro está torcido —dijo señalando la foto de nuestra boda—. Y la nevera está vacía. ¿No vais a hacer la compra?
Lucía intentó explicarle que no llegábamos a fin de mes, pero él solo bufó. Yo apreté los dientes. No quería discutir delante de Lucía, pero sentía que mi orgullo se desmoronaba.
Los días pasaron y la situación empeoró. Don Manuel criticaba todo: mi forma de buscar trabajo, cómo cocinaba Lucía, hasta el color de las cortinas. Una tarde, mientras yo repasaba ofertas de empleo en InfoJobs, lo escuché decirle a Lucía en la cocina:
—Te mereces algo mejor que esto. Un hombre de verdad.
Me temblaron las manos de rabia. Salí al pasillo y lo encaré:
—¿Tiene algo que decirme?
Don Manuel me miró con desprecio:
—Solo digo la verdad. No puedes mantener a mi hija ni a ti mismo.
Lucía se puso entre los dos, suplicando calma. Pero yo ya no podía más.
—¡Esta es mi casa! —grité—. Si no le gusta, puede irse.
Don Manuel cogió su maleta y se encerró en el baño. Lucía me miró como si fuera un extraño.
Esa noche dormimos separados por primera vez desde que nos casamos. Yo en el sofá, ella en la cama. Pensé en marcharme yo mismo, dejarles el piso y desaparecer unos días. Pero algo me retuvo: el miedo a perderla para siempre.
Al día siguiente, Lucía me pidió que hablara con su padre. Me negué. Ella lloró otra vez.
—No puedo elegir entre vosotros —susurró—. Sois mi familia.
Pasaron semanas así: silencios incómodos, cenas tensas, reproches velados. Hasta que un día recibí una llamada inesperada: una entrevista de trabajo en una empresa de logística en Getafe. Era poco dinero, pero era algo.
Cuando llegué a casa con la noticia, Don Manuel estaba viendo el telediario.
—¿Y qué? —preguntó sin apartar la vista de la pantalla— ¿Vas a durar más de un mes?
No contesté. Lucía me abrazó fuerte y lloró de alegría. Esa noche cenamos tortilla de patatas y hasta Don Manuel sonrió un poco.
Poco a poco, las cosas empezaron a cambiar. Con el sueldo nuevo pagamos algunas facturas y hasta pudimos salir una tarde al Retiro a pasear los tres juntos. Pero la herida seguía ahí, latente.
Un domingo por la tarde, mientras Lucía dormía la siesta, Don Manuel se sentó a mi lado en el balcón.
—No soy fácil —admitió—. Pero solo quiero lo mejor para mi hija.
Lo miré a los ojos por primera vez sin rencor.
—Yo también —le respondí—. Y haré lo que sea para verla feliz.
Don Manuel asintió y encendió un cigarro. Por primera vez desde su llegada, sentí que podíamos ser familia de verdad.
A veces pienso en todo lo que pasó y me pregunto: ¿cuántos matrimonios sobreviven a pruebas así? ¿Cuánto estamos dispuestos a aguantar por amor y por familia? ¿Vosotros qué haríais si un día vuestra vida se llenara de caos por culpa de alguien tan cercano?