El jueves que partió la familia: La decisión inesperada sobre la casa de la abuela
—¿De verdad creéis que esto es justo? —La voz de mi hermana Lucía temblaba, pero sus ojos, fijos en los de mi padre, no mostraban ni un ápice de duda.
Yo estaba sentado en el sofá del salón, con las manos sudorosas y el corazón acelerado. El reloj de pared marcaba las siete y media del jueves por la tarde, pero el tiempo parecía haberse detenido desde que mi madre pronunció la frase: “Ha llegado el momento de decidir qué hacemos con la casa de la abuela.”
La casa de la abuela Carmen no era solo un inmueble en el centro de Valladolid; era el refugio de todos los veranos, el lugar donde aprendimos a montar en bici en el patio, donde los domingos olían a cocido y a colonia Nenuco. Pero desde que ella falleció en enero, la casa se había convertido en un símbolo incómodo de todo lo que no decíamos.
—No es cuestión de justicia, Lucía —respondió mi padre, don Antonio, con esa voz grave que siempre usaba cuando quería zanjar una discusión—. Es cuestión de sentido común. Nadie puede hacerse cargo solo de esa casa.
Hazel, mi hermana menor —sí, Hazel, porque a mamá le dio por los nombres raros cuando nació—, se removió en su silla. Llevaba semanas callada, pero ahora levantó la mirada y dijo:
—¿Y si la vendemos y ya está? Así nadie discute.
Mi madre suspiró. Yo sabía que para ella esa casa era mucho más que ladrillos y recuerdos; era el último vínculo con su madre, la única herencia emocional que le quedaba. Pero también sabía que no podía mantenerla sola. La pensión apenas le llegaba para cubrir sus gastos y papá llevaba meses sin trabajo desde que cerraron la fábrica.
—No quiero venderla —dijo mamá, casi en un susurro—. Pero tampoco puedo vivir allí sola. Y vosotros tenéis vuestras vidas…
Lucía apretó los labios. Siempre había sido la más sentimental, pero también la más práctica. Tenía dos hijos pequeños y vivía en Madrid; para ella, la casa era un problema logístico más que otra cosa.
—Mamá, no podemos dejarla vacía. Ya han entrado a robar dos veces —dijo Lucía—. Y yo no puedo venir cada fin de semana a revisarla.
Hazel me miró buscando apoyo. Yo sentí una punzada de culpa. Había evitado pensar en este momento durante meses. La verdad es que yo tampoco quería hacerme cargo. Mi trabajo como profesor interino apenas me daba para pagar el alquiler y el coche. Pero venderla… ¿No era eso traicionar todo lo que habíamos vivido allí?
—¿Y si la alquilamos? —propuse, intentando sonar optimista—. Así sacamos algo de dinero y sigue siendo nuestra.
Papá negó con la cabeza.
—Eso solo traerá problemas. ¿Quién se encarga de los arreglos? ¿Quién paga los impuestos? ¿Y si los inquilinos destrozan algo?
El silencio cayó sobre nosotros como una losa. Afuera, las campanas de la iglesia anunciaban las ocho. Me fijé en las fotos antiguas sobre el aparador: la abuela Carmen con su moño impecable, nosotros tres disfrazados en Carnaval, papá con bigote y sonrisa orgullosa.
De repente, mamá rompió a llorar. No era un llanto escandaloso, sino un sollozo contenido, como si intentara no molestar a nadie ni siquiera en su dolor.
—No quiero que esta casa nos separe —dijo entre lágrimas—. Ya bastante dolor hemos pasado este año…
Lucía se levantó y abrazó a mamá. Hazel también se acercó. Yo me quedé sentado, sintiéndome un cobarde por no saber qué decir ni qué hacer.
Fue entonces cuando papá soltó la bomba:
—He hablado con tu tío Manuel. Está dispuesto a comprar la casa y quedársela en la familia. Nos pagaría una parte a cada uno y podríamos ir cuando quisiéramos.
El aire se volvió denso. Manuel era el hermano pequeño de mamá, el eterno ausente en las reuniones familiares, siempre viajando por negocios y con fama de aprovecharse de las oportunidades.
—¿Y por qué no nos lo habías dicho antes? —preguntó Lucía, con voz cortante.
Papá se encogió de hombros.
—Quería evitar discusiones…
Hazel frunció el ceño.
—¿Y si luego no nos deja entrar? ¿Y si hace reformas y lo cambia todo?
Mamá miró al suelo. Yo sentí una mezcla de alivio y rabia. Por un lado, era una solución fácil; por otro, sentía que estábamos vendiendo nuestra historia al mejor postor.
La discusión se alargó hasta bien entrada la noche. Se dijeron cosas que nunca antes se habían dicho: reproches por viejas heridas, celos entre hermanos, acusaciones veladas sobre quién había cuidado más a la abuela en sus últimos años.
Al final, agotados y sin fuerzas para seguir peleando, aceptamos la propuesta de papá. Manuel compraría la casa y nos daría una compensación económica a cada uno. Mamá lloró otra vez, esta vez en silencio.
Cuando salimos al portal, Lucía me agarró del brazo.
—¿Tú crees que hemos hecho bien? —me preguntó con voz rota.
No supe qué responderle. Miré hacia atrás y vi a mamá sentada en el sofá, sola entre las sombras del salón vacío.
Ahora escribo esto desde mi piso pequeño en Valladolid y me pregunto: ¿Cuánto vale realmente una casa llena de recuerdos? ¿Es posible vender el pasado sin perderse uno mismo por el camino?