El paquete que rompió mi matrimonio: Una historia con corona de flores
—¿Quién demonios manda una corona de flores a esta casa? —grité, con la voz quebrada, mientras el olor a aceite quemado llenaba la cocina. Mi esposo, Julián, apareció en la puerta con el ceño fruncido y la camisa aún desabrochada.
—¿Qué pasa, Mariana? ¿Por qué gritas así? —preguntó, pero su mirada se detuvo en el paquete que sostenía entre mis manos temblorosas.
La caja era grande, pesada y tenía mi nombre escrito con letras negras y torcidas. El joven repartidor apenas me había dado tiempo de firmar antes de desaparecer por las escaleras del edificio. No recordaba haber pedido nada, mucho menos algo tan macabro. Cuando abrí la caja y vi la corona de flores blancas con una cinta negra que decía “Descansa en paz, Mariana”, sentí que el piso se abría bajo mis pies.
—¿Esto es una broma? —susurré, sin atreverme a tocar la corona.
Julián se acercó, leyó la cinta y palideció. —¿Quién haría algo así? ¿Tienes enemigos?
No respondí. En ese momento, mi mente voló a todas las discusiones recientes: las noches en que Julián llegaba tarde, los mensajes extraños en su celular, las llamadas que cortaba apenas yo entraba a la habitación. Pero nunca imaginé que el peligro vendría dirigido a mí.
Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la sala, mirando la corona sobre la mesa, como si fuera una bomba a punto de explotar. Julián intentó tranquilizarme, pero su voz sonaba lejana, hueca. Al amanecer, decidí llamar a mi hermana Lucía.
—¿Estás loca? ¿Por qué no llamaste a la policía? —me regañó Lucía al escuchar mi historia.
—¿Y qué les iba a decir? ¿Que alguien me mandó una corona de flores? Se van a reír de mí.
Lucía suspiró. —Mariana, esto es serio. ¿No has pensado en lo que está pasando con Julián?
Me quedé callada. Lucía siempre había sido directa, pero esta vez sentí que sus palabras tenían filo. ¿Y si esto tenía que ver con Julián? ¿Y si él estaba metido en algo peligroso?
Esa tarde, mientras Julián estaba en el trabajo, revisé su cajón de la oficina. Encontré una carpeta con papeles extraños: recibos de depósitos en efectivo, notas con nombres desconocidos y una foto vieja de una mujer abrazando a Julián en una fiesta. Sentí un nudo en el estómago.
Cuando Julián regresó, lo enfrenté.
—¿Quién es ella? —le mostré la foto.
Él me miró como si no entendiera. —Es solo una amiga del trabajo.
—¿Y los depósitos? ¿Y los mensajes a medianoche?
Julián se puso nervioso. —No tienes derecho a revisar mis cosas.
—¡Tengo derecho a saber si mi vida está en peligro! —grité.
La discusión fue subiendo de tono hasta que Julián salió dando un portazo. Me quedé sola, temblando de rabia y miedo.
Esa noche recibí un mensaje anónimo: “Eso fue solo el principio. Aléjate de Julián si quieres vivir”.
Sentí que el corazón se me salía del pecho. Llamé a Lucía llorando.
—Tienes que irte de ahí —me dijo—. Quédate conmigo unos días.
Empaqué lo esencial y salí del departamento sin mirar atrás. En el taxi, miré por la ventana las luces de la ciudad y pensé en todo lo que había construido con Julián: los años juntos, los sueños compartidos, las promesas rotas.
En casa de Lucía me sentí segura por primera vez en días. Pero el miedo no se iba. Al día siguiente fui a la policía. Me escucharon con escepticismo, pero tomaron nota del mensaje y la corona.
Pasaron los días y Julián no me llamó ni una sola vez. Fue Lucía quien me contó que lo habían visto con la mujer de la foto en un restaurante del centro. Sentí rabia, pero también alivio: al menos sabía que él estaba bien… y lejos de mí.
Una tarde recibí una llamada del detective asignado al caso.
—Señora Mariana, encontramos algo interesante —dijo—. La corona fue encargada desde una florería cerca del trabajo de su esposo. El pago fue en efectivo y la persona dejó un nombre falso: “Andrea”.
Andrea era el nombre de la mujer de la foto.
Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Todo encajaba: los depósitos, las salidas nocturnas, los secretos. Julián tenía otra vida y yo era solo un obstáculo para él… o para ella.
Esa noche lloré como nunca antes. No por Julián ni por su traición, sino por mí misma: por haber ignorado las señales, por haberme aferrado a un matrimonio que ya estaba muerto mucho antes de la corona.
Con el tiempo, fui reconstruyendo mi vida. Conseguí trabajo en una cafetería del barrio y empecé a salir con amigos que había dejado de ver por culpa de Julián. Lucía fue mi roca; sin ella no habría sobrevivido esos meses oscuros.
Un día, mientras servía café a una clienta habitual, ella me sonrió y dijo:
—A veces la vida nos manda señales extrañas para salvarnos de algo peor.
Pensé en la corona de flores y asentí. Tal vez tenía razón.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de que esa corona no fue una amenaza; fue una advertencia para despertar y salvarme a tiempo. A veces el miedo es solo el primer paso hacia la libertad.
¿Ustedes qué harían si recibieran una señal tan clara de que su vida debe cambiar? ¿Ignorarían el mensaje o tendrían el valor de empezar de nuevo?