El perfume desconocido de Ricardo
—¿Dónde has estado, Ricardo? —pregunté, intentando que mi voz no temblara, aunque el nudo en mi garganta era imposible de disimular.
Él ni siquiera me miró. Dejó las llaves en el cuenco de cerámica azul, se quitó el abrigo y murmuró algo sobre una reunión que se había alargado. Pero yo ya no le creía. Desde hacía meses, cada vez que entraba en casa, traía consigo un perfume ajeno, dulce y penetrante, que no era el nuestro. No era café ni tabaco, ni siquiera el olor a sudor después de un día largo en la oficina. Era algo nuevo, algo que no reconocía.
Me llamo Lucía y llevo diecisiete años casada con Ricardo. Vivimos en un piso antiguo en Chamberí, con las paredes llenas de fotos de nuestros veranos en Galicia y los cumpleaños de nuestra hija, Marta. Siempre pensé que lo conocía todo de él: sus manías con el orden, su risa cuando veía partidos del Atleti, su forma de abrazarme por la espalda mientras cocinaba los domingos. Pero desde hace un tiempo, ese hombre se me estaba volviendo extraño.
La sospecha empezó como una sombra pequeña. Una noche, mientras doblaba su camisa blanca, encontré una mancha de carmín en el cuello. «Habrá sido Marta jugando con mis cosas», pensé. Pero Marta ya tiene quince años y hace tiempo que no juega con mis pintalabios. Luego vinieron los mensajes a deshoras, las llamadas que cortaba al entrar yo en la habitación, las excusas para salir a correr cuando nunca le gustó el deporte.
Una tarde lluviosa de noviembre, decidí seguirle. Me sentí ridícula, como una detective de novela barata, pero la necesidad de saber era más fuerte que la vergüenza. Me puse mi abrigo largo y bajé las escaleras tras él, manteniendo la distancia suficiente para no ser vista. Le vi tomar el metro en Quevedo y bajarse en Lavapiés. Caminó deprisa por calles estrechas hasta llegar a un portal antiguo. Esperé fuera, bajo la lluvia, durante casi dos horas. Cuando salió, no estaba solo: iba acompañado de un hombre mayor, con barba blanca y bastón.
No era lo que esperaba. No había ninguna mujer joven y guapa, ni risas cómplices ni miradas furtivas. Solo dos hombres hablando en voz baja, con gestos serios. Sentí una punzada de alivio y otra de desconcierto.
Esa noche, Ricardo llegó aún más tarde. Fingí dormir cuando se metió en la cama. Al día siguiente, revisé su móvil mientras se duchaba. Encontré mensajes con alguien llamado «Don Julián». Hablaban de reuniones, de dinero y de «la situación de mamá». Mi suegra llevaba años en una residencia en Toledo; siempre pensé que estaba bien atendida.
No aguanté más y le enfrenté:
—Ricardo, ¿qué está pasando? ¿Quién es Don Julián? ¿Por qué mientes?
Él se quedó helado. Por primera vez en meses me miró a los ojos y vi miedo en su rostro.
—Lucía… No es lo que piensas. No te he engañado con otra mujer. Es… es mi padre.
Me quedé muda. Su padre había muerto cuando él tenía diez años; eso era lo que siempre me había contado.
—¿Tu padre? ¿Pero cómo…?
Ricardo se sentó a mi lado y empezó a hablar como si le costara respirar:
—Mi madre me mintió toda la vida. Hace unos meses recibí una carta de un hombre que decía ser mi verdadero padre. Me buscó porque está enfermo y solo. Don Julián es él. He estado viéndole a escondidas porque no sabía cómo contártelo… ni cómo decírselo a mamá.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Todo lo que creía saber sobre mi familia era una mentira más grande aún que la infidelidad que temía.
—¿Y por qué ese perfume? —pregunté casi sin pensar.
Ricardo sonrió tristemente:
—Don Julián vive con una señora marroquí que cocina con especias y usa perfumes dulces… Se me pega el olor cada vez que voy.
Me eché a llorar. Lloré por la desconfianza, por los secretos, por los años juntos y por todo lo que nunca nos habíamos contado.
Durante semanas apenas hablamos. Marta notaba la tensión y preguntaba si íbamos a divorciarnos. Yo no sabía qué responderle. Ricardo empezó a traer a Don Julián a casa poco a poco; primero para tomar café, luego para cenar los sábados. Mi suegra nunca supo nada; preferimos no romperle el corazón.
La relación entre Ricardo y yo cambió para siempre. Aprendimos a mirarnos con otros ojos: menos ingenuos, más cautelosos pero también más sinceros. Descubrí que el amor no es solo pasión o costumbre; es también aceptar los secretos del otro y decidir si puedes vivir con ellos.
Hoy, mientras preparo la cena y oigo reír a Marta con Don Julián en el salón, me pregunto: ¿Cuántas vidas caben dentro de una sola vida? ¿Cuántos secretos guardamos incluso a quienes más amamos? ¿Vosotros habéis sentido alguna vez que no conocéis del todo a la persona con la que compartís vuestra vida?