El perfume que nunca olía a mí

—¿Otra camisa nueva, Luis? —pregunté, intentando sonar casual mientras colgaba la prenda en el armario, entre las de siempre.

Luis ni siquiera levantó la vista del móvil. —Estaban de rebajas en El Corte Inglés. ¿Te gusta?

Mentiría si dijera que no me dolió. Llevábamos veintisiete años juntos y nunca le había importado demasiado la ropa. Ni las rebajas. Ni el gimnasio, al que ahora iba cada tarde, justo después del trabajo. Al principio pensé que era una buena señal: después de los cincuenta, cuidarse es importante. Pero cuando apareció ese frasco de perfume caro, uno que jamás había querido ni probar, sentí un escalofrío.

Recuerdo perfectamente ese momento. Era sábado por la mañana y yo estaba recogiendo la colada. El aroma era intenso, elegante, completamente ajeno a nuestro hogar. Lo encontré en el cajón de su mesilla, junto a una nota pequeña con un número de teléfono escrito con letra femenina. Mi corazón dio un vuelco.

—¿Y esto? —le pregunté esa noche, mostrándole el frasco.

Luis se encogió de hombros. —Un capricho. Me apetecía cambiar.

No insistí. No quería parecer paranoica. Pero desde entonces, cada pequeño cambio era como una piedra más en el zapato: el móvil siempre boca abajo, las salidas improvisadas, las sonrisas ausentes durante la cena.

Mi hermana Carmen fue la primera en decirlo en voz alta:

—¿No te parece raro? ¿No crees que deberías preguntarle directamente?

Pero yo no quería enfrentarme a la verdad. Prefería pensar que era una crisis pasajera, una forma de luchar contra la edad, contra la rutina. Hasta que una tarde, mientras preparaba la cena, escuché su móvil vibrar en el salón. No suelo mirar sus cosas, pero esa vez lo hice. El mensaje era claro: «¿Te veo mañana? Echo de menos tu olor».

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Me temblaban las manos y tuve que apoyarme en la encimera para no caerme. Cuando Luis llegó a casa esa noche, me encontró sentada en la cocina, con el móvil en la mano y las lágrimas corriéndome por las mejillas.

—¿Quién es Marta? —pregunté sin rodeos.

Luis se quedó helado. Durante unos segundos no dijo nada. Luego suspiró y se sentó frente a mí.

—No quería hacerte daño —murmuró—. No sé cómo ha pasado…

La conversación fue larga y dolorosa. Me confesó que llevaba meses viéndose con una compañera del trabajo, que todo empezó como una amistad y que se le fue de las manos. Que se sentía viejo, invisible, y que con ella volvía a sentirse vivo.

—¿Y yo? —le pregunté—. ¿Yo no te hacía sentir vivo?

No supo qué responderme. Y eso dolió más que cualquier confesión.

Los días siguientes fueron un infierno. Dormíamos en habitaciones separadas; nuestros hijos, ya mayores, notaban la tensión pero nadie se atrevía a preguntar. Mi madre me llamaba cada noche para saber cómo estaba y Carmen venía a casa con excusas tontas solo para no dejarme sola.

Me sentía humillada, traicionada y ridícula por no haberlo visto venir antes. Recordaba cada cumpleaños juntos, cada verano en la playa de Cádiz con los niños pequeños corriendo por la arena… ¿En qué momento dejamos de mirarnos? ¿Cuándo se convirtió nuestro matrimonio en una costumbre vacía?

Luis intentó arreglarlo. Me propuso ir a terapia de pareja, empezar de cero, prometerme que lo dejaría todo por mí. Pero yo ya no podía confiar. Cada vez que olía ese perfume en el pasillo o encontraba una camisa nueva en el armario sentía náuseas.

Una tarde de otoño, mientras paseaba por el Retiro con Carmen, me derrumbé:

—No sé si podré perdonarle nunca —le confesé—. No sé si quiero hacerlo.

Carmen me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—No tienes por qué hacerlo si no quieres. Piensa en ti por una vez.

Esa noche tomé una decisión. Esperé a que Luis llegara y le pedí que se fuera de casa durante un tiempo. Necesitaba espacio para pensar, para recordar quién era yo antes de ser solo «la mujer de Luis».

Al principio fue duro: las noches eran largas y silenciosas; los recuerdos me asaltaban sin piedad. Pero poco a poco empecé a respirar otra vez. Volví a quedar con mis amigas del instituto; retomé mis clases de pintura; incluso me atreví a viajar sola a Granada, algo que siempre había querido hacer y nunca me había permitido.

Luis me escribía mensajes casi cada día: «Te echo de menos», «Ojalá pudiera volver atrás»… Pero yo ya no era la misma. Había aprendido a estar sola sin sentirme vacía.

Hoy, un año después, sigo sin saber si algún día podré perdonarle del todo. Pero sí sé que merezco algo mejor que ser invisible en mi propia casa.

¿De verdad es tan fácil dejar de ver a quien tienes al lado? ¿Cuántas veces nos conformamos con menos de lo que merecemos solo por miedo a estar solas?