El peso de una frase: Cuando la indiferencia se vuelve abismo

—¿Ya llegaste, Mariana? —La voz de Julián retumbó desde el comedor, mezclada con el sonido del televisor y el tintineo de su cuchara contra la taza.

Apreté los dientes. Las bolsas del súper me cortaban las manos y sentía el sudor pegajoso en la espalda. Eran las siete y media de la noche, pero en el reloj de nuestra casa parecía que siempre era la misma hora: la hora de la rutina, del hastío, del silencio.

—Sí, Julián. Ya llegué —respondí, forzando una sonrisa que nadie vería.

Dejé las bolsas en la mesa. Tres tazas sucias esperaban desde el desayuno. El olor a café viejo y pan rancio llenaba la cocina. Me pregunté, no por primera vez, si esto era todo lo que nos quedaba: una casa compartida, tareas divididas a medias, y una conversación que nunca pasaba de lo superficial.

—¿Compraste las tortillas? —preguntó él sin mirarme, los ojos fijos en el partido de fútbol.

—Sí —contesté, sintiendo cómo la rabia me subía por el pecho—. También compré leche para tu mamá y las pastillas para tu presión.

Él asintió distraído. Ni un gracias. Ni una pregunta sobre mi día en la oficina municipal, donde los gritos y las quejas de los vecinos me dejaban exhausta. Me senté frente a él, pero era como si hubiera una pared invisible entre nosotros.

—¿Y los niños? —pregunté.

—Con mi mamá. Dijeron que iban a ver una película —respondió sin apartar la vista del televisor.

Me quedé callada. El silencio era más pesado que cualquier discusión. Recordé cuando recién nos casamos, hace quince años en Veracruz, cómo nos reíamos hasta tarde y soñábamos con viajar a Chiapas o poner un negocio propio. Ahora apenas nos mirábamos a los ojos.

Esa noche, después de cenar en silencio, Julián se levantó y fue directo al cuarto. Yo me quedé lavando los trastes, escuchando el eco de mi propia respiración. Fue entonces cuando lo escuché hablar por teléfono:

—Sí, mamá, Mariana ya llegó… No, no se ve cansada… Sí, todo bien…

Colgó y salió del cuarto. Me miró como si yo fuera un mueble más.

—Mi mamá dice que eres una esposa ejemplar —dijo de pronto—. Que soy afortunado.

Sentí un nudo en la garganta. No supe qué responder. ¿Ejemplar? ¿Por qué? ¿Por aguantar todo en silencio? ¿Por no reclamar nunca?

Me fui a dormir con el corazón apretado. Esa noche soñé con el mar, con la libertad que sentía cuando era niña y corría por las playas de Boca del Río sin miedo ni preocupaciones.

Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno para los niños, Julián se acercó y me dijo:

—Eres la esposa ideal, Mariana. No sé qué haría sin ti.

Lo dijo con una sonrisa vacía, como quien repite algo aprendido. Sentí que esa frase era una condena. La esposa ideal… ¿Para quién? ¿Para él? ¿Para su mamá? ¿Para la sociedad?

Durante días esa frase me persiguió como un fantasma. En el trabajo, mientras atendía a los vecinos que venían a pedir ayuda para trámites imposibles; en el mercado, mientras elegía verduras para una comida que nadie agradecía; en las noches solitarias en nuestra cama enorme.

Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, mi vecina Lucía se acercó.

—¿Todo bien, Mariana? Te ves cansada últimamente.

No pude evitarlo: rompí en llanto.

—No sé qué me pasa, Lucía —le confesé entre sollozos—. Siento que mi vida se volvió invisible. Que nadie me ve… ni siquiera yo misma.

Lucía me abrazó fuerte.

—A veces uno se pierde en la costumbre —me dijo—. Pero no tienes por qué cargar sola con todo esto.

Esa noche decidí hablar con Julián. Esperé a que los niños se durmieran y apagué el televisor.

—¿Podemos hablar? —le pedí.

Él asintió, incómodo.

—Julián… ¿Tú eres feliz conmigo?

Me miró sorprendido.

—Claro que sí… ¿Por qué lo preguntas?

—Porque yo no lo soy —dije al fin, sintiendo cómo se rompía algo dentro de mí—. Siento que vivimos juntos pero estamos solos. Que solo somos dos personas cumpliendo un papel…

Él guardó silencio largo rato. Luego suspiró.

—No sé qué decirte… Yo pensé que así era el matrimonio. Mi papá y mi mamá siempre fueron así…

—Pero yo no quiero eso para nosotros —insistí—. No quiero ser solo «la esposa ideal». Quiero sentirme viva otra vez.

Esa conversación fue solo el principio. Durante semanas hablamos mucho: sobre nuestros sueños olvidados, sobre lo que nos dolía y lo que nos faltaba. Lloramos juntos por todo lo perdido y nos preguntamos si aún había algo por salvar.

Un domingo llevamos a los niños al río Jamapa y nos sentamos bajo un árbol a verlos jugar. Julián me tomó la mano por primera vez en años.

—¿Crees que podamos empezar de nuevo? —me preguntó con voz temblorosa.

No supe qué responderle entonces. Solo sé que esa frase suya —»eres la esposa ideal»— fue como un espejo roto: me obligó a ver todo lo que habíamos dejado de ser.

Hoy escribo esto desde un pequeño departamento en Xalapa, donde vivo sola con mis hijos desde hace tres meses. Julián y yo decidimos darnos un tiempo para descubrir si aún podemos reconstruir algo verdadero o si es mejor seguir caminos distintos.

A veces me siento culpable por haber roto la rutina; otras veces respiro hondo y agradezco haberme atrevido a buscarme a mí misma entre los escombros de la costumbre.

¿De verdad es suficiente cumplir con lo que esperan de nosotros? ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en el papel de «la esposa ideal» sin atreverse a preguntar si eso es lo que realmente quieren?