El precio de la mentira: Mi marido, el desconocido
—¿De verdad crees que no me he dado cuenta, Sergio? —le grité, con la voz rota y las manos temblorosas, mientras sostenía la carta del notario entre mis dedos sudorosos.
Él me miró con esa expresión fría que últimamente se había vuelto habitual. Ya no era el hombre atento y divertido que conocí en aquella fiesta de San Isidro en Madrid, cuando me hizo reír con sus historias y me prometió el mundo bajo las luces de la verbena. Ahora, frente a mí, solo veía a un extraño.
Todo empezó hace dos años. Yo era una abogada joven, hija única de una familia acomodada de Salamanca. Mi madre, Carmen, siempre decía que tenía que buscar a alguien «de buena familia», pero yo me rebelé contra esa idea. Cuando conocí a Sergio, un arquitecto aparentemente humilde de Segovia, sentí que por fin había encontrado a alguien que me quería por lo que era y no por mi apellido.
Nos casamos rápido, quizás demasiado. Mi padre, don Manuel, puso mala cara en la boda. «No te fíes de los que vienen con prisas», me advirtió en voz baja mientras bailábamos el vals. Yo lo ignoré. Estaba enamorada, ciega ante cualquier señal.
Al principio todo fue perfecto. Sergio era cariñoso, atento y siempre tenía un detalle para mí: flores en la mesa, cenas improvisadas en casa, paseos por el Retiro. Pero poco a poco empecé a notar cosas extrañas. Llamadas a deshoras que no contestaba delante de mí, reuniones de trabajo que no cuadraban con su horario, y sobre todo, un interés repentino por mis cuentas bancarias y los papeles de la herencia de mi abuela.
Una tarde, mientras él estaba en la ducha, su móvil vibró sin parar. No suelo mirar los teléfonos ajenos, pero algo me empujó a hacerlo. Era un mensaje de su amigo Pablo: «¿Ya has conseguido que firme el poder? Recuerda que sin eso no hay nada que hacer». Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al despacho donde guardaba los documentos familiares. Faltaban papeles: el testamento de mi abuela y una copia del poder notarial que nunca llegué a firmar. El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.
Al día siguiente enfrenté a Sergio. Al principio lo negó todo, pero cuando le mostré los mensajes y le dije que sabía lo del poder notarial, su máscara se cayó. «¿Y qué? —me espetó— ¿Acaso tú nunca has hecho nada por interés? Todos lo hacemos».
Me sentí sucia, utilizada. Llamé a mi madre llorando. Ella vino enseguida desde Salamanca y me abrazó como cuando era niña. «Te lo dije, hija… pero ahora tienes que ser fuerte».
Durante semanas viví en una pesadilla. Sergio seguía en casa, como si nada hubiera pasado. Decía que me quería, que todo era un malentendido, pero yo ya no podía mirarle a los ojos sin sentir rabia y asco. Mis amigas intentaban animarme: «Lucía, denúncialo», «No le des ni un euro», «Vuelve a casa de tus padres».
Pero no era tan fácil. Había amor —o lo que yo creía que era amor— y también vergüenza. ¿Cómo iba a admitir ante todos que me habían engañado? ¿Cómo iba a soportar las miradas de lástima en las reuniones familiares?
Una noche escuché a Sergio hablando por teléfono en la terraza:
—Tranquilo, Pablo. Está a punto de firmar… Solo tengo que convencerla un poco más.
Esa fue la gota que colmó el vaso. Al día siguiente fui al bufete donde trabajo y pedí consejo a mi jefe, don Enrique. Me recomendó grabar las conversaciones y recopilar pruebas antes de iniciar cualquier trámite legal.
Durante días actué como si nada pasara. Fingí creerle cuando me pedía perdón y prometía cambiar. Grabé cada palabra, cada intento de manipulación. Cuando tuve suficiente, le enfrenté delante de mis padres y mi abogado.
—Sergio, esto se ha acabado —le dije con voz firme—. No solo te vas de mi casa hoy mismo, sino que responderás ante la justicia por intento de estafa.
Él intentó suplicar, llorar, incluso amenazarme con contar secretos familiares inventados para chantajearme. Pero ya no tenía poder sobre mí.
El proceso fue largo y doloroso. Hubo juicios, rumores en el barrio y llamadas incómodas de familiares lejanos preguntando «¿qué ha pasado con ese chico tan majo?». Pero poco a poco fui recuperando mi vida.
Ahora vivo sola en Madrid con mi gata Lola. He aprendido a desconfiar menos de mí misma y más de las apariencias ajenas. A veces me pregunto si podré volver a enamorarme sin miedo.
¿Es posible reconstruir la confianza después de una traición así? ¿O estamos condenados a vivir siempre con esa sombra detrás?