El precio de una decisión: Entre el amor y el arrepentimiento
—Lucía, por favor… —mi voz se quebró mientras me arrodillaba en el pasillo de nuestro piso en Chamberí, con la maleta aún abierta y los ojos llenos de lágrimas—. No sabes cuánto lo siento. Dame una oportunidad, te lo suplico.
Ella me miró desde la puerta del dormitorio, con los brazos cruzados y la mirada firme, aunque sus ojos brillaban de rabia y dolor. —Ricardo, ya no hay nada que hablar. Te lo advertí muchas veces. No vuelvas a humillarme así.
En ese instante supe que había cruzado una línea de la que no habría retorno. El eco de mis palabras quedó flotando en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido para castigarme con mi propio remordimiento.
Lucía y yo nos conocimos en la Universidad Complutense. Éramos dos jóvenes llenos de sueños, compartiendo cafés en la cafetería de Filosofía y Letras, hablando de literatura y del futuro. Cuando terminamos la carrera, alquilamos un pequeño piso en Lavapiés y nos enfrentamos juntos a la vida adulta: trabajos precarios, facturas impagadas, noches sin dormir por los nervios y la incertidumbre. Pero siempre estábamos juntos, apoyándonos como si nada pudiera separarnos.
Nos casamos en una ceremonia sencilla en la iglesia de San Andrés. Recuerdo cómo Lucía temblaba de emoción al decir sus votos, y cómo yo sentí que nada podría romper ese lazo. Pero la vida no es una novela romántica. Pronto llegaron los problemas: mi obsesión por montar mi propio negocio, las jornadas interminables, el estrés… Lucía trabajaba igual de duro que yo, pero siempre encontraba tiempo para animarme, para recordarme que todo esfuerzo tenía sentido si era por nosotros.
El éxito llegó, pero también el cansancio. Yo me volví distante, obsesionado con el trabajo y las apariencias. Fue entonces cuando conocí a Marta, una clienta del despacho. Era todo lo que Lucía no era: espontánea, divertida, sin ataduras. Al principio fue solo un juego, una forma de escapar del peso de mis responsabilidades. Pero el juego se volvió adicción.
—¿No te sientes vivo conmigo? —me susurraba Marta en un hotel del centro, mientras yo apagaba el móvil para no pensar en Lucía—. ¿No te cansas de esa vida aburrida?
Me dejé arrastrar por esa pasión efímera, convencido de que merecía algo más emocionante. Un día, sin pensarlo demasiado, le dije a Lucía que necesitaba tiempo para mí. Ella no lloró ni gritó; solo me miró con una tristeza tan profunda que aún hoy me persigue en sueños.
Al principio todo parecía fácil: Marta y yo viajábamos, salíamos a cenar por Malasaña, vivíamos sin preocupaciones aparentes. Pero pronto descubrí que lo nuestro era solo humo. Marta no quería compromisos ni responsabilidades; su mundo era superficial y vacío. Empecé a echar de menos las conversaciones con Lucía, su risa al ver una película tonta, su forma de abrazarme cuando llegaba tarde del trabajo.
Intenté volver atrás. Llamé a Lucía mil veces; le escribí cartas pidiéndole perdón. Incluso fui a buscarla al trabajo un día lluvioso de noviembre.
—Ricardo, ya no soy tu refugio —me dijo ella bajo el paraguas—. Aprendí a vivir sin ti. No puedes volver cuando te conviene.
Mis padres me dieron la espalda; mi hermana Carmen me dijo que había destrozado a la única persona que realmente me quiso. Mis amigos dejaron de llamarme. En Navidad cené solo en un piso vacío, rodeado de recuerdos que dolían como puñales.
El negocio empezó a ir mal; la crisis económica golpeó fuerte y yo ya no tenía fuerzas ni motivación para luchar solo. Marta desapareció tan rápido como llegó; nunca fue su intención quedarse cuando las cosas se pusieran feas.
Una tarde encontré a Lucía en el parque del Retiro, paseando con su nueva pareja. Se veía feliz, tranquila… distinta. Me escondí tras un árbol para no interrumpir su paz. Sentí una punzada de celos y vergüenza; comprendí que había perdido mucho más que una esposa: había perdido mi hogar, mi familia, mi identidad.
Hoy vivo solo en un piso pequeño en Carabanchel. Cada mañana me despierto esperando que todo haya sido una pesadilla, pero la realidad es implacable. He aprendido a vivir con el peso del arrepentimiento; a veces creo que es justo castigo por mi egoísmo.
A veces me pregunto si todos merecemos una segunda oportunidad o si hay errores que nos condenan para siempre. ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar? ¿Perdonaríais una traición así o cerraríais la puerta para siempre?