El Regreso de Marta: Entre el Dolor y la Verdad

—¿Vas a seguir llorando toda la noche, Marta? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, atravesando la puerta cerrada de mi antigua habitación. Me acurruqué aún más bajo las mantas, como si pudiera esconderme del mundo y de mí misma. El reloj marcaba las tres de la madrugada y yo seguía sin poder dormir, con la imagen de Luis besando a otra mujer grabada a fuego en mis párpados.

No sé cómo logré conducir desde Madrid hasta Toledo aquella tarde. Recuerdo el temblor en mis manos, el peso del volante y el eco de mi respiración entrecortada. Cuando llegué a casa de mis padres, mi padre, Antonio, me miró con esa mezcla de preocupación y resignación que sólo los padres españoles saben mostrar. No preguntó nada. Me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo a las tormentas.

—¿Qué ha pasado, hija? —preguntó mi madre al día siguiente, mientras me servía un café con leche y galletas María, como si el desayuno pudiera arreglarlo todo.

—Nada, mamá. Sólo necesitaba estar aquí —mentí, evitando su mirada inquisitiva.

Pero nada era suficiente para calmar el huracán que llevaba dentro. Ni el olor a pan recién hecho del horno del barrio, ni las risas lejanas de mis sobrinos jugando en el patio. Todo me recordaba que había fracasado, que mi matrimonio se desmoronaba y que llevaba dentro un secreto aún más grande: estaba embarazada de nuevo y ni siquiera Luis lo sabía.

Las primeras noches fueron un infierno. Mi hermana Lucía vino a verme con su bebé en brazos y me miró con compasión.

—¿Te ha hecho algo Luis? —susurró, sentándose a mi lado en la cama.

—No quiero hablar de eso —respondí, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con desbordarse otra vez.

Lucía no insistió. Sólo me abrazó y me dejó llorar en silencio. Pero mi madre no era tan paciente. Al tercer día, irrumpió en mi habitación con una determinación feroz.

—Marta, aquí no puedes quedarte eternamente. Tienes que enfrentar lo que sea que haya pasado. No puedes esconderte —dijo, cruzándose de brazos.

—¿Y si no puedo? ¿Y si no quiero volver a esa vida? —grité, sorprendida por mi propia voz.

Mi padre apareció en la puerta, serio pero sereno.

—Hija, todos cometemos errores. Pero tienes que pensar en tus hijos. ¿Qué ejemplo les das si huyes?

Me sentí acorralada. Nadie sabía lo del embarazo. Nadie imaginaba el miedo que sentía al pensar en volver a Madrid y enfrentarme a Luis. ¿Cómo podía confiar en él después de lo que vi? ¿Cómo podía criar sola a dos niños?

Los días pasaban lentos. Mi madre me animaba a salir, a distraerme con las vecinas o ayudar en la cocina. Pero yo sólo quería dormir y olvidar. Una tarde, mientras pelaba patatas para la cena, sentí una punzada aguda en el vientre. Me asusté tanto que solté el cuchillo y me quedé paralizada.

—¿Estás bien? —preguntó Lucía desde la puerta.

—Sí… sólo estoy cansada —mentí otra vez.

Pero esa noche no pude dormir. Me levanté y caminé por el pasillo oscuro hasta el salón. Allí estaba mi padre, leyendo el periódico con sus gafas viejas.

—¿No puedes dormir? —preguntó sin levantar la vista.

Negué con la cabeza y me senté a su lado.

—Papá… estoy embarazada —susurré, temblando.

Él dejó el periódico y me miró fijamente. No dijo nada durante un largo rato. Finalmente suspiró.

—¿Luis lo sabe?

Negué otra vez.

—Tienes que decírselo, Marta. No puedes cargar sola con esto —dijo suavemente.

Me eché a llorar como una niña pequeña. Mi padre me abrazó y por primera vez sentí que no estaba sola del todo.

Al día siguiente, mi madre se enteró también. Su reacción fue menos comprensiva.

—¿Pero cómo has podido ocultarlo? ¿Y ahora qué piensas hacer? ¿Vas a volver con ese hombre después de lo que te ha hecho?

No tenía respuestas. Sólo miedo e incertidumbre.

Pasaron los días y las presiones aumentaban. Mi familia quería protegerme pero también empujaba para que tomara una decisión. Una tarde recibí un mensaje de Luis: “Necesito hablar contigo. Por favor.”

Mi corazón latía desbocado mientras leía esas palabras una y otra vez. ¿Debía responder? ¿Debía contarle lo del embarazo? ¿O era mejor seguir escondida en la seguridad de la casa familiar?

Esa noche soñé con mi hija mayor, Paula, preguntándome por qué papá ya no venía a casa. Me desperté empapada en sudor y supe que no podía seguir huyendo.

Al día siguiente llamé a Luis desde el móvil de mi padre para evitar que localizara mi número.

—Marta… gracias por llamar. Sé que he hecho las cosas mal. No tengo excusas —su voz sonaba rota al otro lado del teléfono.

—Estoy embarazada —solté sin preámbulos.

Hubo un silencio largo y pesado.

—¿De cuánto tiempo?

—Dos meses —respondí, sintiendo cómo se me cerraba la garganta.

Luis lloró al otro lado del teléfono. Me pidió perdón una y otra vez. Me rogó que volviera, que lo intentáramos por los niños, por nosotros.

Colgué sin darle una respuesta clara. Me senté en el borde de la cama y miré por la ventana las luces lejanas de Toledo. Sentí una mezcla de alivio y terror.

Esa noche reuní a mi familia en el salón. Les conté todo: la infidelidad, el embarazo, mis miedos y dudas. Mi madre lloró conmigo; mi padre me abrazó; Lucía me prometió estar siempre a mi lado.

No sé qué haré mañana ni si podré perdonar a Luis algún día. Pero sé que ya no tengo miedo de enfrentar la verdad ni de pedir ayuda cuando lo necesito.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas entre el miedo y la esperanza? ¿Cuántas veces callamos para no romper lo poco que nos queda? ¿Y si hablar fuera el primer paso para volver a vivir?