En la Encrucijada del Corazón: La Duda de Samuel entre la Lealtad y el Deseo
—¿Por qué llegaste tan tarde, Samuel? —La voz de Lucía temblaba, mezclando rabia y miedo, mientras la lluvia golpeaba los ventanales de nuestro pequeño departamento en Ciudad de México.
Me quedé parado en la entrada, empapado, con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho. No podía mirarla a los ojos. Sabía que esa noche no era como las otras. Sabía que mi silencio era una confesión.
—Se me hizo tarde en la oficina —mentí, pero mi voz sonó hueca, como si ni yo mismo creyera en mis palabras.
Lucía cruzó los brazos. Su mirada era una mezcla de cansancio y desilusión. Llevábamos ocho años juntos, desde que éramos dos estudiantes soñadores en la UNAM, compartiendo tacos al pastor y promesas de amor eterno. Pero algo había cambiado en mí. O quizá siempre estuvo ahí, esa sombra que ahora me devoraba.
Todo comenzó hace seis meses, cuando llegó Camila a la empresa. Su risa era contagiosa, su energía arrolladora. Al principio solo compartíamos cafés y bromas sobre el jefe. Pero poco a poco, las conversaciones se volvieron más profundas. Me contó de su infancia en Veracruz, de su madre enferma, de sus sueños rotos. Yo le hablé de Lucía, de mis miedos, de esa sensación de estar atrapado en una rutina gris.
Una tarde, después de una junta interminable, Camila me miró con esos ojos grandes y sinceros.
—¿Nunca has sentido que te falta algo? —me preguntó.
No supe qué responderle. Pero esa noche, al llegar a casa y ver a Lucía dormida en el sofá, supe que sí: me faltaba algo, o al menos eso creía.
Las semanas siguientes fueron un torbellino. Mensajes a escondidas, risas culpables en los pasillos, miradas que decían más que mil palabras. Hasta que una noche, después de unas cervezas en un barcito de la Roma, Camila me besó. Y yo no me aparté.
La culpa me carcomía por dentro. Cada vez que veía a Lucía preparar el desayuno o reírse con nuestra hija Valentina, sentía que era el peor hombre del mundo. Pero no podía dejar de pensar en Camila. Era como si hubiera despertado de un largo sueño y ahora todo fuera más intenso, más real.
Intenté hablarlo con mi mejor amigo, Andrés. Nos sentamos en una banca del Parque México mientras Valentina jugaba en los columpios.
—No seas pendejo, Samuel —me dijo sin rodeos—. ¿Vas a tirar todo por una aventura? Piensa en Lucía, en tu hija.
Pero yo ya no sabía qué pensar. ¿Era amor lo que sentía por Camila? ¿O solo era una excusa para escapar de mis propios vacíos?
La situación se volvió insostenible cuando Lucía encontró un mensaje en mi celular. No hubo gritos ni insultos. Solo lágrimas silenciosas y una pregunta que me destrozó:
—¿Por qué?
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle ese vacío? ¿Cómo pedirle perdón por algo que ni yo entendía?
Esa noche dormí en el sofá. Escuché a Valentina llorar en su cuarto y sentí que mi mundo se desmoronaba. Pensé en irme con Camila, empezar de cero. Pero cuando la llamé, su voz sonó distante.
—No quiero ser la causa de tu destrucción —me dijo—. Tienes que decidir qué quieres realmente.
Me quedé solo con mi culpa y mi confusión. Los días siguientes fueron un infierno: Lucía apenas me hablaba, Valentina me miraba con ojos tristes y Andrés dejó de contestar mis mensajes.
Una tarde, mientras caminaba sin rumbo por las calles mojadas de la ciudad, vi a una pareja de ancianos tomados de la mano. Me pregunté si alguna vez podría recuperar eso con Lucía: la confianza, la complicidad, el amor sencillo.
Regresé a casa decidido a hablar con ella. Me arrodillé frente a Lucía y lloré como un niño.
—No sé cómo reparar esto —le dije—. Solo sé que te amo y no quiero perderte.
Lucía me miró largo rato antes de responder:
—El amor no basta cuando se rompe la confianza. Necesito tiempo… y tú también.
Ahora duermo en el cuarto de visitas. Veo a Valentina solo los fines de semana y trato de reconstruir mi vida pedazo a pedazo. Camila renunció a la empresa y no volví a saber de ella. Andrés me perdonó poco a poco, pero nuestra amistad ya no es la misma.
A veces me pregunto si merezco una segunda oportunidad o si este dolor es el precio justo por mis errores. ¿Cuántos matrimonios en Latinoamérica sobreviven a una traición? ¿Cuántos hombres como yo se atreven a mirar sus sombras y buscar redención?
¿Ustedes creen que uno puede volver a amar después de romper lo más sagrado? ¿O hay heridas que nunca sanan?