Encerrada en mi propio hogar: la jaula de oro de mi matrimonio

—¿Otra vez vas a quedarte en casa todo el día, Alejandro? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras el café se enfriaba entre mis manos.

Él ni siquiera levantó la vista del portátil. —¿Y a dónde quieres que vaya? Aquí tengo todo lo que necesito —respondió, como si fuera lo más natural del mundo.

Me quedé mirando por la ventana del salón, viendo cómo la vida seguía afuera, ajena a mi encierro. Hace tres años, cuando nos casamos, pensé que la casa que sus padres nos regalaron sería nuestro refugio. Un piso antiguo, restaurado con gusto, en pleno barrio de Chamberí. Los techos altos, los suelos de madera, los ventanales enormes… Todo parecía sacado de una revista. Pero ahora siento que cada rincón me observa y me recuerda que no puedo escapar.

Alejandro viene de una familia adinerada. Sus padres, Don Manuel y Doña Carmen, siempre han sido generosos con nosotros. Cuando decidieron mudarse a Argentina por negocios, nos dejaron la casa como regalo de bodas. Al principio fue emocionante: cenas con amigos, tardes de cine en el salón, desayunos largos los domingos. Pero poco a poco, Alejandro empezó a cambiar.

Primero fue el teletrabajo. Luego, las compras online. Después, las excusas para no salir: “Hace frío”, “Hay demasiada gente”, “No me apetece”. Y así, sin darme cuenta, pasaron los meses y Alejandro dejó de salir por completo. Yo intenté animarle: “Vamos al Retiro”, “¿Te apetece ir al teatro?”, “Podríamos visitar a tus primos en Salamanca”. Siempre encontraba una razón para quedarse.

Al principio pensé que era una fase. Pero la fase se hizo rutina y la rutina se convirtió en mi cárcel. Mi mundo se redujo a cuatro paredes y a la presencia constante de Alejandro. No hay espacio para mí. No hay silencio. No hay aire.

—¿Por qué no sales tú sola? —me preguntó un día, sin apartar la mirada del móvil.

—Porque no quiero sentirme sola estando casada —le respondí, casi en un susurro.

A veces pienso que Alejandro ni siquiera se da cuenta de lo que me está haciendo. Para él, la vida es cómoda: comida a domicilio, reuniones por Zoom, películas en streaming. Pero yo necesito ver gente, sentir el sol en la cara, escuchar el bullicio de la ciudad. Echo de menos las tardes con mis amigas en Malasaña, las visitas improvisadas a mi madre en Vallecas, incluso las discusiones tontas por elegir restaurante.

La situación llegó al límite hace unas semanas. Era el cumpleaños de mi hermana Lucía y toda la familia iba a reunirse en casa de mis padres. Le pedí a Alejandro que me acompañara. —No me encuentro bien —dijo—. Mejor ve tú y dales recuerdos.

Me fui sola. Durante la cena, mi madre me miró con preocupación:

—¿Estás bien, hija? Te veo apagada.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que me siento invisible en mi propia casa? ¿Que el hombre con el que soñaba compartir mi vida se ha convertido en un fantasma que nunca sale del salón?

Cuando volví esa noche, encontré a Alejandro dormido en el sofá, la televisión encendida y restos de pizza sobre la mesa. Me senté a su lado y lloré en silencio. Lloré por lo que éramos y por lo que ya no somos.

Al día siguiente intenté hablar con él:

—Alejandro, necesitamos ayuda. Esto no es normal.

Él se encogió de hombros:

—¿Ayuda para qué? Estamos bien así.

—No, tú estás bien así. Yo no —le grité, por primera vez desde que empezó todo.

Se hizo un silencio espeso entre nosotros. Durante días apenas nos dirigimos la palabra. Yo salía a hacer la compra solo para respirar otro aire, aunque fuera el del supermercado abarrotado un sábado por la mañana.

Empecé a buscar respuestas: leí sobre agorafobia, sobre ansiedad social, sobre parejas atrapadas en rutinas tóxicas. Hablé con mi amiga Marta:

—Tienes que pensar en ti —me dijo—. No puedes sacrificar tu vida por él.

Pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo romper una jaula de oro sin sentirme culpable? La casa es preciosa pero se ha convertido en mi prisión. Los regalos de sus padres pesan como cadenas invisibles.

Una tarde encontré a Alejandro mirando fotos antiguas en su móvil. Le vi sonreír al vernos juntos en la playa de Cádiz, hace años.

—¿Te acuerdas de ese viaje? —le pregunté.

Asintió sin mirarme.

—¿No te gustaría volver a salir? ¿A vivir?

Suspiró profundamente:

—No sé si puedo…

Por primera vez vi miedo en sus ojos. Miedo real. Me senté a su lado y le cogí la mano:

—Yo tampoco sé si puedo seguir así mucho más tiempo.

Desde entonces algo ha cambiado entre nosotros. No hablamos mucho más, pero el silencio ya no es tan cómodo para él. A veces le sorprendo mirando por la ventana como si quisiera salir pero no se atreviera.

Hoy he decidido escribir esta historia porque necesito gritar lo que siento aunque sea en papel: estoy agotada de compartir cada minuto con alguien que no quiere compartir su vida conmigo fuera de estas paredes.

¿Es egoísta querer recuperar mi libertad? ¿Cuántas mujeres estarán viviendo lo mismo tras puertas cerradas y cortinas corridas? ¿Es posible salvar un matrimonio cuando uno solo quiere quedarse encerrado?

Quizá algún día encuentre el valor para abrir esa puerta y salir… aunque sea sola.