Encontré un cuello más cálido – Historia de una traición, familia y búsqueda personal

—¡¿Cómo has podido, Luis?! ¡¿Cómo has podido hacerme esto?!

El grito de Carmen retumbó en la cocina como un trueno. El cuchillo que tenía en la mano cayó al suelo, rebotando con un sonido seco. Yo estaba allí, de pie, incapaz de moverme, con la garganta seca y el corazón golpeando tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. Mi hija Lucía, con solo nueve años, apareció en la puerta, los ojos abiertos como platos. No entendía nada, pero sentía el miedo flotando en el aire.

—Carmen, por favor… —intenté decir algo, cualquier cosa, pero las palabras se me atragantaban.

—No me hables —me cortó ella, con la voz rota—. No quiero escucharte. No quiero ni verte.

Me quedé allí, mirando cómo recogía el cuchillo del suelo y se secaba las lágrimas con el dorso de la mano. Yo había sido el causante de todo. Mi traición no fue un accidente ni un error de una noche. Fue una decisión consciente, una huida cobarde hacia los brazos de otra mujer: Marta, compañera del trabajo, siempre tan atenta, tan dispuesta a escucharme cuando Carmen y yo ya solo discutíamos por tonterías.

La historia empezó meses atrás. Las discusiones en casa eran cada vez más frecuentes. El trabajo me absorbía y Carmen estaba cansada de llevar sola el peso de la casa y de Lucía. Yo llegaba tarde, cenaba en silencio y me refugiaba en el móvil o en la televisión. Marta apareció como un refugio cálido en medio de mi rutina gris. Me sentía escuchado, comprendido. Y un día, sin pensarlo demasiado, crucé una línea que nunca debí cruzar.

La culpa me carcomía por dentro, pero seguí adelante. Me convencí de que era solo una aventura, que no significaba nada. Pero cada vez que veía a Carmen mirarme con desconfianza o a Lucía preguntarme por qué ya no jugábamos juntos los domingos, sentía que algo dentro de mí se rompía un poco más.

Hasta que Carmen lo descubrió. No sé si fue un mensaje en el móvil o simplemente su intuición de madre y esposa. Aquella mañana de sábado, mientras preparaba el desayuno, explotó todo. Lucía salió corriendo a su habitación y Carmen me miró como si fuera un extraño.

—¿Cuánto tiempo llevas engañándome? —preguntó con voz baja.

—No lo sé… unos meses —admití, bajando la cabeza.

—¿Y ella? ¿La quieres?

No supe qué responder. ¿La quería? ¿O solo era una excusa para huir de mis propios fracasos?

Carmen se encerró en el baño y yo me quedé solo en la cocina, mirando las tazas vacías y el pan sin tostar. El silencio era insoportable. Quise subir a hablar con Lucía, pero no me atreví. ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo explicarle a una niña que su padre había destrozado la familia por buscar algo que ni siquiera sabía nombrar?

Los días siguientes fueron un infierno. Carmen apenas me dirigía la palabra. Dormíamos en habitaciones separadas. Lucía evitaba mirarme a los ojos y se aferraba a su madre como si yo fuera un monstruo. Mis padres vinieron a casa cuando se enteraron. Mi madre lloró al escuchar la noticia; mi padre me miró con una mezcla de decepción y rabia.

—Luis, ¿en qué estabas pensando? —me dijo una tarde en el salón—. ¿Tú sabes lo que has hecho?

No supe qué contestar. Solo asentí en silencio.

En el trabajo todo seguía igual, pero yo ya no podía mirar a Marta como antes. Ella quería que dejara a Carmen y empezáramos una vida juntos. Pero yo no podía ni siquiera imaginarme lejos de mi hija.

Una noche, después de cenar solo en la cocina, escuché a Lucía llorar en su habitación. Me acerqué despacio y llamé a la puerta.

—¿Puedo pasar?

No hubo respuesta. Entré igualmente y la vi hecha un ovillo bajo las mantas.

—Lo siento mucho, cariño —susurré—. Sé que te he hecho daño…

Ella no contestó. Solo sollozaba bajito. Me senté en el borde de la cama y le acaricié el pelo.

—¿Vas a irte? —preguntó al fin, con voz temblorosa.

Sentí un nudo en la garganta.

—No lo sé… Pero pase lo que pase, siempre voy a estar aquí para ti.

Esa noche no dormí nada. Pensé en todo lo que había perdido por una búsqueda absurda de calor y comprensión fuera de casa. Pensé en Carmen, en cómo nos habíamos distanciado sin darnos cuenta; en Lucía, en su inocencia rota por mis errores; en mis padres, en su decepción; incluso en Marta, que ahora también sufría por mi indecisión.

Pasaron semanas así. Carmen empezó a hablarme poco a poco, pero solo para organizar las rutinas de Lucía o discutir sobre el dinero. Fuimos juntos a terapia de pareja porque ella quería intentarlo por nuestra hija. En las sesiones salieron todos los reproches guardados durante años: mi ausencia emocional, su cansancio, nuestras frustraciones nunca dichas.

Un día Carmen me miró fijamente y dijo:

—No sé si podré perdonarte algún día… Pero quiero intentarlo por Lucía y por mí misma.

Yo asentí con lágrimas en los ojos. Sabía que el camino sería largo y doloroso.

Hoy escribo esto desde el sofá del pequeño piso al que me mudé hace dos meses. Carmen y yo estamos separados pero seguimos hablando por Lucía. Ella va adaptándose poco a poco; yo intento ser mejor padre cada día y reconstruir mi vida desde cero.

A veces pienso en Marta y en todo lo que pasó. Me doy cuenta de que buscaba fuera lo que debía haber cuidado dentro: mi familia, mi hogar, mi propia paz interior.

¿Se puede reconstruir la confianza después de una traición? ¿Podré algún día perdonarme por todo el daño causado? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?