Entre dos fuegos: Cuando mi madre y mi suegra me desgarran
—¿Otra vez vas a ir a casa de tu madre? —me espetó Juan, con la voz cargada de ese cansancio que ya se había vuelto habitual en nuestro piso de Lavapiés.
Me quedé parada en el pasillo, con las llaves en la mano y el bolso colgando del hombro. Sentí el peso de su mirada y, por un instante, me dieron ganas de dejarlo todo y encerrarme en el baño. Pero Aurora llevaba toda la semana llamando, que si la caldera no funciona, que si la vecina le ha vuelto a dejar basura en la puerta, que si está sola desde que papá se fue…
—Juan, es mi madre. No puedo dejarla tirada —le respondí, intentando sonar firme, aunque por dentro me sentía hecha trizas.
Él suspiró y se pasó la mano por el pelo. —¿Y nosotros? ¿Cuándo nos toca a nosotros?
No supe qué contestar. Porque la verdad es que nunca nos tocaba. Entre Aurora y Victoria, nuestra vida se había convertido en una agenda imposible de cuadrar. Si no era mi madre con sus dramas cotidianos, era Victoria con sus exigencias veladas: «Juanito, hijo, ¿cuándo vienes a cenar? Hace siglos que no te veo… Y podrías traer a Natalia, que la pobre debe estar agotada con tanto trajín».
Pero cuando alguna vez pedíamos ayuda —un favor pequeño, una tarde para poder ir al médico sin prisas o simplemente un rato de respiro— siempre surgía una excusa. «Ay, hija, justo ese día tengo pilates», decía Aurora. «Uy, cariño, tengo cita con la peluquera», replicaba Victoria. Y así, semana tras semana.
Recuerdo una tarde especialmente dura. Era sábado y habíamos planeado ir al Retiro a pasear y desconectar. Llevábamos meses sin un día para nosotros. Pero a las diez de la mañana sonó el móvil: era Aurora.
—Natalia, hija, ¿puedes venir? Me ha dado un mareo y no sé si llamar al médico…
Colgué y miré a Juan. Su expresión lo decía todo.
—Ve —me dijo sin mirarme—. Ya estoy acostumbrado.
Fui corriendo a casa de mi madre. Al llegar, estaba perfectamente sentada en el sofá viendo la televisión. «Ay, hija, ya se me ha pasado… Pero quédate un rato, ¿no? Que estoy muy sola». Me senté a su lado y sentí una mezcla de rabia y culpa. ¿Por qué siempre tenía que elegir?
Esa noche discutimos. Juan me reprochó que nunca ponía límites. Yo le grité que él tampoco lo hacía con Victoria. Al final acabamos los dos llorando en la cocina, abrazados como náufragos en medio de una tormenta.
—¿Y si nos vamos lejos? —me susurró Juan—. ¿Y si dejamos Madrid y empezamos de cero?
La idea me tentó durante un segundo. Pero luego pensé en Aurora sola en su piso, en Victoria llamando cada día para preguntar por su hijo… Y supe que era imposible.
Las semanas pasaron y la tensión creció. Empezamos a distanciarnos. Las cenas juntos se volvieron silenciosas; los domingos eran un ir y venir entre casas ajenas. Una tarde, mientras fregaba los platos en casa de Victoria, ella me miró con esa sonrisa suya tan calculada.
—Natalia, hija, deberías pensar en tener niños pronto. Así tendrás algo tuyo de verdad.
Me atraganté con el agua del grifo. ¿Algo mío? ¿Acaso tenía algo propio?
Esa noche exploté. Llamé a Aurora y le dije que no podía seguir así, que necesitaba espacio para mi vida con Juan. Lloró y me colgó el teléfono. Luego llamé a Victoria y le pedí que dejara de comparar todo lo que hacía con lo que hacía Aurora. Se ofendió y me dijo que yo no entendía lo que era ser madre.
Juan me abrazó cuando terminé de llorar.
—¿Y ahora qué? —me preguntó.
No supe qué responderle. Solo sabía que no podía seguir viviendo entre dos fuegos.
Un domingo decidimos no ir a ver a nadie. Apagamos los móviles y nos fuimos al cine como cuando éramos novios. Al salir, sentí una paz que hacía años no sentía.
Pero al volver a casa había cinco llamadas perdidas de Aurora y tres mensajes de Victoria preguntando si estábamos bien.
Me senté en el sofá y miré a Juan.
—¿Es posible querer a tu familia sin dejarte la vida en ello? ¿O estamos condenados a elegir entre nosotros y ellas para siempre?
¿Vosotros qué haríais? ¿Dónde pondríais el límite?