Entre el amor y la costumbre: Cuando tu vecina hambrienta se convierte en tu esposa
—¡Otra vez has dejado la leche fuera de la nevera! —gritó Lucía desde la cocina, su voz atravesando las paredes del pequeño piso en Vallecas como un cuchillo afilado.
Me quedé quieto en el pasillo, con la bolsa del pan aún colgando de mi mano. Por un instante, sentí el impulso de salir corriendo escaleras abajo, como hacía cuando era niño y mi madre me regañaba. Pero ya no era un niño. Y Lucía… Lucía ya no era solo mi vecina hambrienta, la que venía a pedirme sal o a compartir conmigo un plato de lentejas cuando su nevera estaba vacía. Ahora era mi esposa. Y yo, sinceramente, no sabía si eso era una bendición o una condena.
—Perdona, se me ha olvidado —respondí, intentando sonar tranquilo.
Ella bufó y cerró la puerta del frigorífico con fuerza. El ruido resonó en el silencio incómodo que se había instalado entre nosotros desde hacía meses. Me acerqué despacio, dejando el pan sobre la mesa.
—¿Quieres que prepare unas tostadas? —pregunté, buscando su mirada.
—No tengo hambre —dijo, aunque sabía que mentía. Lucía siempre tenía hambre. Era casi una broma entre nosotros cuando éramos vecinos: ella llamaba a mi puerta con cualquier excusa y yo le preparaba algo rápido. Así empezó todo. Así nos enamoramos, entre risas y bocadillos improvisados en mi cocina.
Pero ahora las risas se habían ido. Y lo que quedaba era una rutina asfixiante, una dependencia que me hacía sentir responsable de su felicidad… y de su hambre.
Recuerdo el primer día que Lucía vino a vivir conmigo. Su madre había fallecido hacía poco y su padre, un hombre seco y distante, apenas le dirigía la palabra. Yo le ofrecí mi casa como refugio temporal. Pero lo temporal se volvió permanente. Y cuando me di cuenta, ya estábamos casados por el juzgado de la calle Pradillo, rodeados de familiares que apenas entendían cómo dos vecinos podían acabar así.
Al principio todo era fácil. Nos entendíamos sin hablar, compartíamos las pequeñas miserias del día a día: el paro, las facturas impagadas, los domingos de sofá y series españolas en La 1. Pero poco a poco, Lucía empezó a cambiar. Se volvió más insegura, más celosa. Si salía con mis amigos del barrio, me llamaba cada media hora para saber dónde estaba. Si llegaba tarde del trabajo, me esperaba en la puerta con cara de pocos amigos.
Una noche, después de una discusión absurda por el mando de la tele, exploté:
—¡No puedo más, Lucía! ¡No soy tu padre ni tu niñera! —le grité, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.
Ella se echó a llorar y se encerró en el baño. Yo me quedé sentado en el sofá, mirando el reflejo de mi cara cansada en la pantalla apagada del televisor.
A veces pienso que Lucía nunca aprendió a estar sola. Que siempre necesitó a alguien que la cuidara, que le diera de comer, que le dijera que todo iba a salir bien. Y yo… yo quise ser ese alguien porque me sentía útil, necesario. Pero ahora esa necesidad me ahoga.
Mis padres dicen que tengo que tener paciencia. «El matrimonio es así», repite mi madre mientras pela patatas en la cocina de su piso en Carabanchel. «Hay que aguantar y saber ceder». Pero yo no quiero resignarme a una vida de gritos y silencios incómodos.
El otro día, mientras esperaba el autobús para ir al trabajo, vi a Carmen, una antigua amiga del instituto. Charlamos un rato y me di cuenta de lo fácil que era hablar con alguien sin miedo a ser juzgado o controlado. Cuando llegué a casa y le conté a Lucía que había visto a Carmen, su reacción fue inmediata:
—¿Y qué hacías hablando con esa? Siempre te gustó —me soltó con los ojos llenos de reproche.
Intenté explicarle que solo había sido una conversación inocente, pero no sirvió de nada. Esa noche dormimos espalda contra espalda, cada uno aferrado a su propio resentimiento.
A veces pienso en cómo sería mi vida si hubiera puesto límites desde el principio. Si hubiera sabido decir «no» cuando Lucía empezó a depender tanto de mí. Pero entonces recuerdo sus ojos tristes cuando llegó por primera vez a mi puerta pidiendo algo para cenar. ¿Cómo iba a negarme?
La semana pasada tuvimos otra discusión fuerte. Esta vez fue por el dinero. Lucía lleva meses sin encontrar trabajo y yo apenas llego a fin de mes con mi sueldo de reponedor en el supermercado. Ella dice que no entiende por qué no puedo pedirle ayuda a mis padres o buscar otro trabajo mejor pagado.
—No quiero vivir siempre así —me dijo entre lágrimas—. No quiero ser una carga para ti.
—Entonces ayúdame tú también —le respondí—. Busca algo, aunque sea unas horas limpiando o cuidando niños.
Se quedó callada y esa noche no cenamos juntos.
Hoy he llegado antes a casa y la he encontrado sentada en la cocina, mirando una foto antigua nuestra pegada en la nevera. En la foto estamos los dos riendo, con las manos llenas de harina y la mesa cubierta de migas de pan.
—¿Te acuerdas de ese día? —me preguntó sin mirarme.
—Claro que me acuerdo —le respondí—. Éramos felices entonces.
—¿Y ahora?
No supe qué decirle. Porque sí, aún la quiero. Pero también quiero volver a sentirme libre, volver a reír sin miedo ni culpa.
A veces me pregunto si el amor es suficiente para sostener un matrimonio cuando todo lo demás falla. ¿Cuántos sacrificios hay que hacer antes de perderse a uno mismo? ¿Es posible reconstruir lo que se ha roto tantas veces?
Quizá vosotros tengáis alguna respuesta… ¿Qué haríais en mi lugar? ¿Hasta dónde merece la pena aguantar por amor?