Entre el deber y el deseo: La historia de un matrimonio forzado

—¿Y ahora qué vas a hacer, Sergio? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo miraba el suelo, incapaz de sostenerle la mirada. El reloj marcaba las dos de la madrugada y la casa olía a café recién hecho, ese aroma que siempre asocié a noches largas y conversaciones difíciles.

No supe qué responder. Camila estaba sentada a mi lado, con las manos temblorosas sobre la mesa. Tenía los ojos rojos de tanto llorar. Nadie en esa habitación era feliz, pero todos fingíamos que aquello era lo correcto. Mi padre, con su voz grave, sentenció:

—En esta familia no hay hijos fuera del matrimonio.

Así empezó todo. Tenía veintitrés años y una vida por delante, o eso creía. Camila y yo apenas llevábamos seis meses saliendo. Nos conocimos en la universidad de Salamanca, en una fiesta de San Juan. Ella estudiaba Filología Hispánica; yo, Derecho. Nos gustábamos, sí, pero nunca hablamos de futuro. Y mucho menos de hijos.

El día que Camila me dijo que estaba embarazada, sentí que el mundo se me venía encima. Recuerdo su voz temblorosa al telefonearme:

—Sergio, tenemos que hablar. No sé cómo ha pasado…

No supe qué decirle entonces, ni tampoco cuando nuestras familias se enteraron. En mi casa, la noticia fue un escándalo. En la suya, un drama aún mayor: su padre dejó de hablarle durante semanas y su madre lloraba cada vez que la veía.

En menos de un mes, ya teníamos fecha para la boda. Todo fue rápido, sin tiempo para pensar ni respirar. El vestido blanco, los invitados, la iglesia del barrio… Todo parecía sacado de una película antigua, pero sin final feliz.

La primera noche en nuestro piso —un pequeño apartamento en el centro de Valladolid— fue un silencio incómodo. Camila se encerró en el baño y yo me quedé sentado en el sofá mirando la pared. No sabía cómo consolarla ni cómo consolarme a mí mismo.

Pasaron los meses y nació Lucía. Cuando la vi por primera vez, sentí algo parecido al amor más puro y al miedo más absoluto. Era tan pequeña, tan frágil… Me prometí ser buen padre, aunque no supiera cómo ser buen marido.

Pero la convivencia con Camila era cada vez más difícil. Éramos dos extraños compartiendo techo y responsabilidades. Las discusiones eran constantes: por el dinero, por las tareas de la casa, por la falta de sueño…

—¿Por qué no intentas buscar otro trabajo? —me reprochaba ella una noche mientras daba el pecho a Lucía—. No llegamos a fin de mes.

—¿Y tú crees que es fácil? —le respondí con rabia contenida—. Estoy haciendo todo lo que puedo.

A veces me preguntaba si Camila me odiaba tanto como yo odiaba esta situación. No a ella, sino a lo que nos había tocado vivir. Nuestros amigos dejaron de llamarnos; ya no éramos los mismos. Mis padres venían a vernos los domingos y siempre traían algún comentario hiriente:

—Antes los matrimonios duraban toda la vida —decía mi madre mientras recogía los platos—. Ahora los jóvenes no sabéis lo que es el sacrificio.

Yo callaba. ¿Sacrificio? ¿Eso era la vida? ¿Renunciar a todo por cumplir con lo que otros esperan de ti?

Una tarde de otoño, mientras paseaba con Lucía en el parque Campo Grande, vi a un grupo de chicos de mi edad riendo y bebiendo cerveza en una terraza. Sentí una punzada de envidia y tristeza. ¿Qué habría pasado si hubiera tenido otra opción? ¿Si hubiera podido elegir?

Camila también cambió. Se volvió más distante, más fría. A veces la sorprendía mirando por la ventana con los ojos perdidos.

—¿Estás bien? —le pregunté una noche.

—No lo sé —me respondió sin mirarme—. Siento que esta no es mi vida.

No supe qué decirle. Yo sentía exactamente lo mismo.

El tiempo pasó y aprendimos a convivir como compañeros de piso más que como pareja. Nos turnábamos para cuidar a Lucía, hacíamos la compra juntos, pero dormíamos cada uno en una punta de la cama.

Un día, después de una discusión especialmente dura sobre el dinero y los horarios del trabajo, Camila se derrumbó.

—No puedo más, Sergio —lloró—. No quiero seguir así toda mi vida.

Me senté a su lado y por primera vez hablamos con sinceridad:

—Yo tampoco quiero esto —le confesé—. Pero no sé cómo salir sin hacer daño a nadie.

Nos abrazamos y lloramos juntos. Fue un momento extraño: por fin éramos sinceros el uno con el otro.

Ahora han pasado tres años desde aquella boda precipitada. Lucía es lo mejor que nos ha pasado, pero nuestro matrimonio sigue siendo una jaula dorada hecha de expectativas ajenas y miedos propios.

A veces me pregunto si algún día tendré el valor de romper con todo y buscar mi propia felicidad. ¿Es egoísta querer algo diferente? ¿Cuántos viven atrapados en vidas que no eligieron por miedo al qué dirán?

¿Y vosotros? ¿Os habéis sentido alguna vez prisioneros del deber? ¿Qué haríais en mi lugar?