Entre el Silencio y el Perdón: Mi Vida Tras la Infidelidad de Luis
—¿Por qué huele a perfume de mujer en tu camisa, Luis? —pregunté, con la voz temblorosa y el corazón a punto de salirse del pecho. Era una noche de noviembre, fría y húmeda en Madrid, y yo sostenía entre mis manos la prenda que acababa de sacar del cesto de la ropa sucia. Luis me miró, primero sorprendido, luego con esa expresión que sólo tiene quien sabe que ha sido descubierto.
—No empieces, Marta. Estás imaginando cosas —dijo, evitando mi mirada.
Pero yo ya no era la misma chica ingenua que conoció en la universidad. Habían pasado quince años desde aquel primer café en la facultad de Filosofía, cuando él me hizo reír con sus bromas sobre Ortega y Gasset. Ahora tenía dos hijos, una hipoteca y una vida tejida a base de rutinas y silencios. Y esa noche, el silencio se rompió para siempre.
No dormí. Me pasé la madrugada repasando cada detalle: las llamadas a deshoras, los mensajes que borraba rápidamente, las reuniones que se alargaban sin sentido. Al amanecer, supe que tenía que enfrentarlo.
—¿Hay otra? —le pregunté al día siguiente, mientras los niños desayunaban en la cocina.
Luis bajó la cabeza. No hizo falta que respondiera. Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan intensa que tuve que salir al balcón para no gritar.
Llamé a mi madre esa misma mañana. Necesitaba apoyo, un refugio. Pero su reacción me dejó helada.
—Marta, hija, los hombres son así. No vayas a tirar tu matrimonio por una tontería —me dijo con voz firme, como si hablara de una travesura infantil.
—¿Una tontería? Mamá, me ha engañado. ¿Eso es una tontería?
—Piensa en tus hijos. ¿Quieres que crezcan en una familia rota? Habla con él, perdónale. No hagas un escándalo.
Colgué sintiéndome más sola que nunca. Mi padre fue aún más tajante:
—En esta familia no hay divorcios. ¿Qué van a decir los vecinos? ¿Y tus suegros? Aguanta, como hemos hecho todos.
Durante semanas viví en una especie de limbo. Luis intentó disculparse, prometió cambiar, lloró incluso. Pero yo no podía olvidar el olor de ese perfume ajeno ni las imágenes que mi mente inventaba cada vez que lo veía mirar el móvil.
Mis amigas me animaban a separarme. «No eres una mártir», me decía Lucía. «Tienes derecho a ser feliz». Pero cada vez que pensaba en dar el paso, recordaba las palabras de mis padres y el peso de la tradición familiar caía sobre mí como una losa.
Una tarde, mientras recogía a los niños del colegio, escuché a otras madres hablar sobre una vecina que se había separado. «Pobre mujer», decían. «Ahora sola con dos críos… Menudo escándalo». Sentí un nudo en el estómago. ¿Eso era lo que me esperaba?
Luis empezó a esforzarse más en casa. Cocinaba, ayudaba con los deberes, incluso me traía flores como cuando éramos novios. Pero yo no podía evitar mirarle con desconfianza.
Una noche, después de acostar a los niños, me senté frente a él en el salón.
—No sé si puedo perdonarte —le dije.
—Marta, te juro que fue un error. No significa nada para mí. Dame otra oportunidad —suplicó.
—¿Y si no puedo? ¿Y si cada vez que te miro sólo veo tu traición?
Él se quedó callado. Yo también. El silencio volvió a instalarse entre nosotros, pero esta vez era un silencio lleno de reproches y heridas abiertas.
Pasaron los meses y la presión familiar no cesaba. Mi madre venía todos los domingos con croquetas y consejos no solicitados:
—Hazlo por tus hijos. Ellos necesitan a su padre en casa.
Mi padre apenas me miraba a los ojos. Sentía que les estaba fallando por siquiera pensar en divorciarme.
Un día, mi hijo mayor me preguntó:
—Mamá, ¿por qué estás siempre triste?
No supe qué responderle. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Empecé a ir a terapia a escondidas. Allí pude decir lo que no me atrevía a confesar ni a mis amigas: tenía miedo de estar sola, miedo al qué dirán, miedo a romper con todo lo que conocía. Pero también tenía miedo de perderme a mí misma por seguir fingiendo.
Una tarde de primavera, después de una sesión especialmente dura, llegué a casa y encontré a Luis jugando con los niños en el salón. Por un momento sentí ternura, pero enseguida recordé todo el dolor acumulado.
Esa noche le dije:
—No sé qué va a pasar con nosotros. Pero necesito tiempo para mí. Para pensar qué quiero realmente.
Luis asintió en silencio. Por primera vez vi miedo en sus ojos.
Hoy sigo sin tener todas las respuestas. La presión familiar sigue ahí; mis padres insisten en que «todo se puede superar» si hay voluntad. Pero yo ya no quiero vivir sólo para cumplir expectativas ajenas.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo viven atrapadas entre el deber y el deseo de ser felices? ¿Cuánto pesa la opinión de los demás frente al derecho a empezar de nuevo?
¿Y tú? ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?