Entre fogones y reproches: la receta amarga de mi matrimonio

—¿Otra vez lentejas, Marta? —La voz de Luis retumba en la cocina, mezclándose con el vapor que sale de la olla. No levanto la vista. Remuevo las legumbres con más fuerza de la necesaria, como si así pudiera ahogar el temblor en mis manos.

—Si no te gustan, hay ensalada en la nevera —respondo, intentando que mi tono suene neutro, pero sé que no lo consigo. Luis suspira, ese suspiro largo y cansado que últimamente se ha vuelto parte del mobiliario de casa.

—No es eso, Marta. Pero… ¿no podrías variar un poco? Mira Carmen, la mujer de Andrés. Cada día les prepara algo diferente: paella, merluza en salsa verde, hasta postres caseros. Andrés siempre lo cuenta en el trabajo. Dice que da gusto llegar a casa.

Me muerdo el labio. Carmen. Siempre Carmen. La mujer perfecta, la madre entregada, la cocinera incansable. Yo apenas tengo tiempo de respirar entre el trabajo en la gestoría, los deberes de los niños y las compras del supermercado. ¿Cuándo se supone que debo convertirme en chef?

—No soy Carmen —digo al fin, bajito, pero lo suficientemente alto para que me oiga. Luis no responde. Se va al salón y enciende la televisión. El sonido del telediario llena el silencio que ha dejado su reproche.

Esa noche apenas pruebo bocado. Los niños, Lucía y Sergio, me miran de reojo mientras juegan con el pan en el plato. Lucía se atreve a preguntar:

—Mamá, ¿por qué papá está enfadado?

—No está enfadado, cariño. Solo cansado —miento, porque no sé cómo explicarles que a veces los adultos nos herimos sin querer.

Cuando los acuesto, me encierro en el baño y dejo correr el agua caliente sobre mis manos. Me miro al espejo: ojeras profundas, el pelo recogido a toda prisa, una arruga nueva en la frente. ¿En qué momento me convertí en esto? ¿En qué momento dejé de ser Marta para ser solo «la madre de» o «la esposa de»?

Al día siguiente, en la oficina, intento concentrarme en los papeles pero las palabras de Luis me persiguen como un eco molesto. Mi compañera Ana me ve distraída y se acerca con un café.

—¿Todo bien?

Dudo antes de responderle. Al final, le cuento lo de las comidas, lo de Carmen y Andrés.

—Mira, Marta —me dice Ana—, yo paso de esas historias. Mi marido sabe hacerse un huevo frito si tiene hambre. No somos nuestras madres ni nuestras abuelas. Que se apañen un poco también.

Me río, pero por dentro siento una punzada de culpa. En mi casa no es tan fácil. Mi suegra siempre fue de las que cocinaban para veinte y aún tenía tiempo para planchar las camisas almidonadas de su marido. Luis creció con ese ejemplo y yo… yo crecí viendo a mi madre agotada pero resignada.

Esa noche intento hacer algo diferente: busco una receta de pollo al ajillo en internet y paso una hora entera entre sartenes y especias. Cuando Luis llega a casa, le sirvo el plato con una sonrisa forzada.

—¿Ves? Hoy he hecho algo distinto —le digo.

Luis prueba un bocado y asiente sin mucho entusiasmo.

—Está bien —dice—. Pero Carmen hace el pollo con almendras y le queda más jugoso.

Siento cómo algo se rompe dentro de mí. Dejo el tenedor sobre la mesa y salgo al balcón a respirar aire frío. ¿Por qué nada es suficiente? ¿Por qué siempre tengo que competir con una sombra?

Las semanas pasan y la tensión crece como una mancha de humedad en la pared. Los niños lo notan: Lucía se encierra más en su cuarto; Sergio pregunta si vamos a divorciarnos como los padres de su amigo Pablo.

Un sábado por la mañana, mientras recojo los restos del desayuno, Luis entra en la cocina con cara seria.

—Marta, tenemos que hablar.

Me siento frente a él, las manos temblorosas sobre la mesa.

—No quiero seguir así —dice—. No quiero que estés enfadada conmigo todo el tiempo.

—¿Y qué esperas que haga? —pregunto—. ¿Que me convierta en otra persona? ¿Que viva para complacerte?

Luis baja la mirada.

—Solo quiero sentirme cuidado…

—¿Y yo? —le interrumpo—. ¿Quién me cuida a mí?

El silencio es tan denso que casi puedo masticarlo. Por primera vez veo a Luis dudar, como si nunca se hubiera planteado esa pregunta.

Esa noche duermo poco. Doy vueltas en la cama pensando en todo lo que he sacrificado: mis sueños de estudiar Bellas Artes, mis tardes libres para leer o pasear por el Retiro… Todo quedó aparcado para ser «buena madre» y «buena esposa» según un guion que nunca escribí yo.

El domingo decido hacer algo diferente: preparo bocadillos y llevo a los niños al parque del barrio. Luis se queda en casa viendo el fútbol. Bajo el sol tibio de Madrid, veo a Lucía reírse mientras empuja a Sergio en el columpio y siento una paz extraña.

Cuando volvemos a casa por la tarde, encuentro a Luis sentado en la mesa con una nota delante:

«Marta: He estado pensando mucho. No quiero perderte ni perder lo que tenemos por tonterías. Perdóname si te he hecho sentir menos. Te quiero.»

Leo la nota varias veces antes de entrar al salón. Luis me mira con ojos cansados pero sinceros.

—Lo siento —me dice simplemente.

Me acerco y le abrazo sin palabras. Sé que no todo está arreglado, pero por primera vez siento que podemos empezar a hablar de verdad.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas Martas hay ahí fuera sintiéndose insuficientes por no cumplir expectativas ajenas? ¿Cuándo aprenderemos a querernos tal como somos y no como otros esperan que seamos?