Entre la fe y el abismo: Mi lucha por salvar mi matrimonio
—¿De verdad crees que esto tiene arreglo, Lucía? —La voz de Manuel retumbó en el salón, tan fría como la lluvia que golpeaba los cristales aquella noche de noviembre en Madrid. Yo apretaba entre las manos una taza de té que ya no calentaba nada, mientras sentía cómo el suelo se abría bajo mis pies.
No supe qué responder. Llevábamos meses arrastrando silencios, miradas esquivas y reproches disfrazados de ironía. Manuel y yo, que habíamos compartido sueños y promesas en la iglesia de San Sebastián hace quince años, ahora éramos dos extraños sentados en extremos opuestos del sofá. El eco de nuestras discusiones se colaba por las paredes, y a veces temía que nuestros hijos, Marta y Álvaro, lo escucharan desde sus habitaciones.
Aquella noche, cuando Manuel salió dando un portazo, me quedé sola con mi desesperación. Recuerdo que me arrodillé junto al sofá, como hacía mi abuela Rosario cuando la vida se le venía encima. «Dios mío, ayúdame a entender. No quiero perderlo todo», susurré entre sollozos. No era la primera vez que rezaba, pero sí la primera vez que sentí que mi fe era lo único que me quedaba.
Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas vacías. Llevaba a los niños al colegio, fingía sonrisas en el trabajo y evitaba mirar a Manuel a los ojos cuando coincidíamos en casa. Él se refugiaba en el móvil o salía a correr durante horas. Yo buscaba respuestas en los libros de autoayuda y en las charlas con mi amiga Carmen, que siempre terminaban igual:
—Lucía, ¿has pensado en separarte? —me preguntó una tarde, mientras tomábamos café en una terraza de Lavapiés.
—No quiero rendirme todavía —le respondí—. Siento que si dejo de luchar, me voy a perder a mí misma.
Carmen suspiró y me apretó la mano. «A veces hay que soltar para poder sanar», dijo. Pero yo no podía soltar. No todavía.
Una noche, después de cenar en silencio, Manuel me miró con los ojos cansados y me dijo:
—No sé si puedo seguir así, Lucía. Me siento vacío. Perdido.
Me armé de valor y le propuse ir juntos a hablar con el padre Antonio, el párroco de nuestra iglesia. Manuel dudó, pero aceptó. Aquella conversación fue un punto de inflexión. El padre Antonio nos escuchó sin juzgar y nos animó a rezar juntos cada noche, aunque solo fuera un Padrenuestro tomado de la mano.
Al principio fue incómodo. Nos costaba mirarnos, y las palabras salían atropelladas o llenas de resentimiento. Pero poco a poco, la oración se convirtió en un puente entre nosotros. Empezamos a hablar de verdad: del miedo a fracasar como pareja, del dolor de sentirnos solos aun estando juntos, de las expectativas no cumplidas.
Una tarde lluviosa de diciembre, Marta entró en la cocina mientras yo lloraba en silencio sobre la encimera.
—Mamá, ¿estás triste por papá? —me preguntó con esa inocencia brutal de los niños.
No supe mentirle. La abracé fuerte y le dije:
—Sí, cariño. Pero estamos intentando arreglarlo. A veces los mayores también necesitamos ayuda.
Esa noche, Manuel me sorprendió al llegar temprano del trabajo. Traía una caja de pasteles y una carta escrita a mano. En ella me pedía perdón por sus ausencias y por no haber sabido escucharme. «Quiero volver a empezar contigo», decía al final.
Lloramos juntos por primera vez en mucho tiempo. Nos abrazamos como si el mundo fuera a romperse en mil pedazos si nos soltábamos. Decidimos ir a terapia de pareja y comprometernos a rezar juntos cada día, aunque solo fuera para agradecer por seguir intentándolo.
No fue fácil. Hubo recaídas, discusiones amargas y días en los que pensé que todo estaba perdido. Pero algo había cambiado: ya no luchábamos el uno contra el otro, sino juntos contra el dolor y el miedo.
La fe fue nuestro refugio cuando todo lo demás fallaba. Recuerdo una tarde en la iglesia, cuando encendimos una vela por nuestra familia y sentí una paz que hacía años no conocía. Comprendí que Dios no arregla las cosas por arte de magia, pero sí nos da la fuerza para seguir luchando cuando creemos que ya no podemos más.
Hoy, dos años después de aquella noche oscura, puedo decir que seguimos juntos. No somos perfectos ni pretendemos serlo. Hemos aprendido a pedir perdón, a escuchar sin juzgar y a apoyarnos incluso cuando cuesta. Nuestros hijos han visto que el amor no es solo alegría: también es esfuerzo, fe y compromiso.
A veces me pregunto qué habría pasado si hubiera tirado la toalla aquella noche lluviosa. ¿Cuántas familias se rompen porque nadie les enseñó a luchar desde la fe? ¿Cuántos matrimonios sobreviven solo porque alguien decidió creer un día más?
¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que tu fe era lo único que te quedaba? ¿Crees que merece la pena luchar por amor incluso cuando todo parece perdido?