Entre la Sangre y el Dolor: Mi Matrimonio al Borde del Abismo
—¿Y tú qué vas a hacer ahora, Lucía? —me preguntó mi suegra por teléfono, su voz fría y distante, como si yo fuera una empleada más y no la mujer de su hijo.
Era la tercera vez esa semana que me llamaba desde Düsseldorf, donde llevaba años trabajando como enfermera. Yo, con las manos aún húmedas de lavar a la abuela Carmen, apenas podía sostener el móvil. La abuela, postrada en la cama desde hacía meses, me miraba con esos ojos grises llenos de resignación. Mi hija, Paula, jugaba sola en el pasillo, acostumbrada ya a mi ausencia emocional.
—Lo de siempre, Mercedes —respondí, tragando saliva—. Darle la medicación, cambiarle los pañales, intentar que coma algo…
—Bueno, hija, es lo que toca. Ya sabes que aquí no puedo hacer más —sentenció ella antes de colgar. Ni un gracias. Ni una pregunta por mí o por Paula.
Me quedé mirando el teléfono como si fuera una bomba a punto de estallar. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿En qué momento mi vida se redujo a cuidar a una anciana que apenas recordaba mi nombre, mientras mi marido, Álvaro, trabajaba jornadas interminables en el taller y apenas cruzaba palabra conmigo?
Recuerdo el día en que Mercedes se marchó a Alemania. Fue en 2018. Lloró mucho en el andén, pero no por dejarme la carga de su madre, sino por alejarse de su tierra. Me prometió que sería solo por un año, que volvería pronto y que entre todos cuidaríamos de Carmen. Pero los meses se convirtieron en años y las promesas en silencios incómodos.
Al principio, Álvaro y yo nos turnábamos. Pero pronto él empezó a llegar tarde a casa. «Mucho trabajo», decía. Yo sabía que era mentira; simplemente no soportaba ver a su abuela deteriorarse ni enfrentarse a la realidad de nuestra familia rota.
Una noche, después de acostar a Paula y asegurarme de que Carmen dormía tranquila, me senté en la cocina con una copa de vino barato. El silencio era tan denso que podía oír mis propios pensamientos gritarme: «¿Y tú? ¿Dónde quedas tú en todo esto?».
Mi madre me llamaba cada semana desde Salamanca:
—Lucía, hija, esto no es vida para ti. Habla con Álvaro. No puedes sacrificarte así.
Pero yo no quería ser «la mala», la nuera desagradecida que abandona a los suyos. En el pueblo, las miradas pesan más que las palabras.
Un día, Paula llegó del colegio con un dibujo: una familia feliz bajo un sol amarillo. Pero yo no estaba en el dibujo. Solo su padre y ella. Me rompió el alma.
Esa noche enfrenté a Álvaro:
—¿No ves lo que está pasando? Me estoy apagando aquí dentro. Tu madre ni siquiera pregunta por nosotras. Solo exige.
Él bajó la mirada.
—Es mi abuela… ¿Qué quieres que haga? Mi madre manda dinero todos los meses…
—¡No quiero dinero! ¡Quiero mi vida! —grité, rompiendo finalmente ese muro de silencio que nos separaba.
A partir de ahí todo fue cuesta abajo. Mercedes empezó a llamarme cada vez más para darme instrucciones: «Que no se te olvide ponerle la crema en las piernas», «Que coma puré de verduras, nada de potitos»… Ni una sola vez preguntó cómo estaba yo.
El colmo llegó cuando Carmen tuvo una crisis respiratoria y tuve que llevarla al hospital sola, con Paula dormida en una silla de plástico durante horas. Mercedes me llamó furiosa:
—¡¿Cómo has dejado que pase esto?! ¡Si estuviera yo allí…!
Colgué sin responderle. Esa noche lloré tanto que pensé que me ahogaría en mis propias lágrimas.
Empecé a soñar con marcharme. A veces imaginaba hacer las maletas y volver a Salamanca con Paula. Pero entonces pensaba en Álvaro… ¿Y si aún quedaba algo por salvar?
Un domingo por la tarde, mientras cambiaba las sábanas de Carmen, escuché a Paula llorar en su cuarto. Fui corriendo y la encontré abrazada a su peluche favorito.
—Mamá… ¿por qué nunca jugamos juntas?
Sentí una punzada tan profunda que me faltó el aire.
Esa noche escribí una carta a Mercedes:
«Querida Mercedes,
Durante seis años he cuidado de tu madre como si fuera mía. He sacrificado mi trabajo, mis sueños y hasta mi relación con mi hija para cumplir con lo que tú considerabas ‘mi deber’. Pero ya no puedo más. No soy una máquina ni una santa. Soy una mujer rota que necesita recuperar su vida.
A partir de ahora tendrás que buscar otra solución para tu madre. Yo necesito ser madre para Paula y esposa para Álvaro (si es que aún queda algo entre nosotros). Espero que lo entiendas algún día.
Lucía»
La envié sin esperar respuesta.
Esa misma semana pedí cita con una abogada en Zamora para informarme sobre el divorcio. Cuando se lo conté a Álvaro, se quedó mudo.
—No sabía que estabas tan mal…
—Nunca preguntaste —le respondí con voz temblorosa.
Pasaron días sin hablarnos apenas. Mercedes me llamó varias veces pero no contesté. Finalmente fue Álvaro quien habló con ella:
—Mamá, Lucía no puede más. O vuelves tú o buscamos una residencia para la abuela.
Mercedes montó en cólera pero no le quedó otra opción: pidió una excedencia y regresó al pueblo tres semanas después.
El día que se llevó a Carmen de casa sentí alivio y culpa al mismo tiempo. Paula me abrazó fuerte y me susurró: «¿Ahora sí vamos al parque juntas?».
Álvaro y yo seguimos juntos, pero algo se rompió para siempre entre nosotros. La confianza ya no era la misma; el resentimiento flotaba como una nube gris sobre nuestra mesa cada noche.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo hay en España sacrificando su vida por un deber impuesto? ¿Cuándo aprenderemos a poner límites sin sentirnos egoístas?
¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llega el deber familiar antes de rompernos por dentro?