Entre la tormenta y el silencio: una comida que lo cambió todo
—¿Por qué no puedes simplemente decirlo, Sergio? —Mi voz temblaba, pero no podía seguir callando. El cuchillo de pescado se me resbaló entre los dedos y cayó al plato con un estrépito que hizo que todos en la mesa se quedaran en silencio. La lluvia golpeaba los cristales del comedor en casa de sus padres, pero dentro el ambiente era aún más denso.
Sergio bajó la mirada. Su madre, Carmen, se adelantó antes de que él pudiera responder.
—No es el momento de hablar de esas cosas, Lucía. Bastante tenemos ya con tus… circunstancias —dijo, lanzando una mirada fugaz a mi vientre apenas abultado.
Antonio, su padre, carraspeó incómodo. —Carmen, por favor…
Pero yo ya no podía más. Había aguantado semanas de evasivas, de promesas vagas y silencios incómodos. Desde que supe que estaba embarazada, había esperado que Sergio diera el paso. Que me mirara a los ojos y dijera: «Quiero formar una familia contigo». Pero cada vez que sacaba el tema, él cambiaba de conversación o se marchaba a fumar al balcón.
—No es solo mi circunstancia —dije, con la voz rota—. Es nuestra circunstancia. Sergio, ¿vas a casarte conmigo o no?
El silencio fue absoluto. Solo se oía el tic-tac del reloj y la lluvia insistente. Sergio levantó la cabeza y me miró con una mezcla de miedo y cansancio.
—No estoy preparado, Lucía. No quiero casarme… aún. No así —susurró.
Sentí como si me hubieran vaciado por dentro. Carmen asintió con satisfacción apenas disimulada.
—Es lo mejor para todos. Las prisas nunca han traído nada bueno —sentenció.
Antonio se levantó despacio y se acercó a mí. Me puso una mano en el hombro.
—Lucía, hija, no es justo para ti… ni para el niño. Pero tampoco podemos obligar a nadie a nada. ¿Por qué no os dais un tiempo para pensarlo?
Me aparté suavemente. No quería compasión. Quería respuestas. Quería sentirme parte de esa familia y no una intrusa a la que toleraban por obligación.
—¿Un tiempo? —repetí—. El tiempo corre para mí, Antonio. Cada día que pasa crece una vida dentro de mí. ¿Qué le voy a decir cuando pregunte por qué sus padres no están juntos?
Sergio se removió incómodo en su silla.
—No es tan fácil… No quiero casarme solo porque viene un niño en camino. No quiero sentirme forzado.
—¿Y yo? ¿No cuentas conmigo? ¿Con lo que yo siento? —Las lágrimas ya corrían por mis mejillas.
Carmen se levantó también y empezó a recoger los platos con brusquedad.
—Esto es un drama innecesario. En mis tiempos las mujeres sabían cuál era su lugar. Si Sergio no quiere casarse, será por algo. Quizá deberías pensar si este es el mejor ambiente para criar a un hijo.
Me quedé helada. ¿Me estaba diciendo que me fuera? ¿Que mi hijo no era bienvenido?
Antonio intentó mediar de nuevo:
—Carmen, basta ya. Lucía tiene derecho a sentirse segura y apoyada aquí.
Pero ella ya había salido de la habitación, murmurando algo sobre «chicas modernas» y «desgracias anunciadas».
Sergio me miró suplicante:
—No quiero perderte, Lucía… pero tampoco puedo prometerte algo que no siento ahora mismo.
Me levanté despacio. Sentía el corazón roto en mil pedazos, pero también una extraña claridad. Miré a Sergio por última vez.
—No te pido promesas vacías, Sergio. Solo quería saber si estabas dispuesto a luchar por nosotros…
Cogí mi abrigo y salí bajo la lluvia sin mirar atrás. Caminé sin rumbo por las calles mojadas de Madrid, sintiendo el peso de todas las miradas ajenas y los juicios silenciosos. Pensé en mi madre, en cómo siempre me decía que una mujer debe ser valiente incluso cuando todo parece perdido.
Esa noche dormí en casa de mi amiga Marta. Ella me abrazó fuerte y me preparó una tila mientras yo lloraba en silencio.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó con dulzura.
No supe qué responderle entonces. Solo sabía que no podía seguir esperando a que otros decidieran por mí.
Pasaron los días y Sergio apenas me escribió un par de mensajes confusos: «Lo siento», «Necesito tiempo», «No sé qué hacer». Carmen me llamó una vez para decirme que esperaba que «hiciera lo correcto» y pensara en el futuro del niño. Antonio fue el único que vino a verme en persona; me trajo unas flores y me dijo que, pasara lo que pasara, siempre podría contar con él.
En las revisiones médicas iba sola, rodeada de parejas felices y abuelas emocionadas. Cada vez que veía la ecografía sentía una mezcla de miedo y ternura infinita por esa vida que crecía dentro de mí.
Una tarde recibí un mensaje inesperado de Sergio: «¿Podemos hablar?» Dudé mucho antes de responderle, pero finalmente accedí a verle en un parque cerca de casa.
Llegó nervioso, con ojeras profundas y las manos temblorosas.
—He estado pensando mucho… No quiero perderte ni perder al niño —dijo sin mirarme directamente—. Pero tampoco quiero casarme solo porque toca…
Le interrumpí:
—Sergio, no quiero un matrimonio por obligación. Quiero un compañero de vida, alguien que esté dispuesto a luchar conmigo… Si no puedes darme eso ahora mismo, prefiero criar a mi hijo sola antes que vivir esperando algo que nunca llegará.
Él asintió en silencio. Nos quedamos un rato sentados bajo los árboles sin decir nada más.
Hoy escribo esto desde mi pequeño piso en Vallecas, rodeada de cajas con ropa de bebé y libros sobre maternidad. No sé cómo será el futuro ni si Sergio querrá formar parte de él algún día. Pero he aprendido algo importante: nadie puede decidir por mí lo que merezco o lo que soy capaz de afrontar.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres habrán sentido este mismo miedo? ¿Cuántas habrán tenido que elegir entre su dignidad y el amor? ¿Y tú… qué habrías hecho en mi lugar?