Entre las paredes de casa: el regreso que lo cambió todo

—¿Por qué has vuelto, Marta? —La voz de Andrés retumbó en el pasillo, tan fría como la lluvia que golpeaba los cristales de nuestro piso en Vallecas.

Me quedé petrificada, la maleta aún en la mano. Lucía, mi hermana mayor, me miró con ojos suplicantes. Yo sólo había vuelto porque no tenía a dónde ir. Madrid me había devorado: el trabajo perdido, el alquiler imposible, los amigos dispersos. Pensé que aquí, en la casa donde crecimos, encontraría refugio. Pero desde el primer día sentí que sobraba.

—Andrés, por favor… —susurró Lucía—. Es mi hermana.

—¡Siempre es tu hermana! —espetó él—. ¿Y yo qué? ¿No tengo derecho a tener paz en mi propia casa?

Me tragué las lágrimas y apreté los puños. No era la primera vez que Andrés me hacía sentir como una intrusa. Pero esta vez era diferente: notaba la tensión en cada rincón, los cuchicheos cuando salía de la habitación, los silencios en la mesa.

Las primeras semanas intenté ser invisible. Me levantaba temprano para no cruzarme con Andrés en el baño, limpiaba la cocina antes de que llegaran del trabajo y salía a buscar empleo aunque supiera que no había nada para mí. Lucía intentaba animarme:

—No le hagas caso, está estresado por lo del ERTE…

Pero yo veía cómo se miraban cuando creían que no los veía. Las discusiones aumentaban. Una noche, escuché gritos desde su dormitorio:

—¡No aguanto más! —decía Andrés—. ¡Tu hermana nos está separando!

—¡No es culpa suya! —respondía Lucía, pero su voz temblaba.

Me sentí culpable. Recordé cuando éramos niñas y Lucía me defendía de todo: de los matones del colegio, de los castigos de mamá. Ahora era yo quien arruinaba su vida.

Un día, mientras preparaba café, Andrés entró en la cocina y cerró la puerta tras de sí.

—Marta, tienes que irte —dijo sin rodeos—. Esto no puede seguir así.

—¿Y dónde quieres que vaya? —pregunté, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta—. No tengo trabajo ni dinero.

—Eso no es mi problema —respondió él—. Desde que llegaste, Lucía y yo no hemos tenido un solo día de tranquilidad. No sé si te das cuenta, pero estoy pensando en pedirle el divorcio.

Me quedé helada. ¿De verdad era yo la causa de todo? ¿O sólo era el chivo expiatorio de problemas más profundos?

Esa noche, Lucía vino a mi cuarto. Tenía los ojos hinchados de llorar.

—Marta… Andrés dice que si no te vas, se marcha él.

La miré sin saber qué decir. ¿Cómo podía elegir entre su marido y su hermana? ¿Cómo podía pedirme que me fuera cuando sabía que no tenía a dónde ir?

—No quiero perderte —susurró—. Pero tampoco quiero perderle a él.

Me sentí más sola que nunca. Pensé en papá, en cómo siempre decía que la familia era lo más importante. Pero ¿qué pasa cuando la familia duele más que cualquier otra cosa?

Los días siguientes fueron un infierno. Andrés apenas me dirigía la palabra y Lucía se encerraba en el baño a llorar. Yo salía a caminar por el barrio para no escuchar sus discusiones. Una tarde me encontré con Carmen, una vecina de toda la vida.

—Te veo muy desmejorada, hija —me dijo—. ¿Todo bien en casa?

No pude evitarlo: rompí a llorar en mitad de la calle.

Carmen me abrazó y me llevó a su casa. Le conté todo entre sollozos: el paro, la soledad, la culpa.

—Marta, tú no tienes la culpa de nada —me dijo con firmeza—. Si tu hermana y su marido tienen problemas, esos ya estaban ahí antes de que tú volvieras.

Sus palabras me dieron algo de fuerza. Esa noche, al volver al piso, encontré a Lucía sola en el salón.

—He hablado con mamá —me dijo sin mirarme—. Dice que puedes irte unos días con ella a Toledo.

Sentí una mezcla de alivio y tristeza. Sabía que marcharme era lo mejor para todos, pero también sentía que huía como una cobarde.

Antes de irme, busqué a Andrés para despedirme.

—Espero que ahora podáis ser felices —le dije con voz queda.

Él no respondió; sólo asintió con la cabeza.

Lucía me abrazó fuerte en la puerta.

—Perdóname —susurró—. Ojalá pudiera arreglarlo todo.

En el tren hacia Toledo miré por la ventana y pensé en todo lo perdido: el trabajo, los amigos, incluso mi lugar en mi propia familia. Pero también sentí una chispa de esperanza: quizá este dolor era necesario para empezar de nuevo.

Ahora os pregunto: ¿cuántas veces hemos cargado con culpas ajenas por miedo a romper lo poco que nos queda? ¿De verdad es justo sacrificar nuestra paz por mantener unida una familia rota?