Entre las Sombras del Amor: La Historia de Lucía

—¿Otra vez sola, Lucía? —me preguntó mi madre desde el umbral de la cocina, con ese tono entre compasivo y resignado que tanto detesto.

Apreté la taza de café entre las manos, intentando no dejar que la voz temblorosa de mi madre me afectara más de lo necesario. Era sábado por la noche y, como tantas otras veces, estaba en casa, viendo cómo las luces de Madrid parpadeaban a través de la ventana. Mis amigas estaban todas fuera, subiendo historias a Instagram con sus parejas, mientras yo me preguntaba por qué siempre acababa igual: sola, decepcionada y con una sensación de vacío que ni el mejor vino podía llenar.

—Mamá, no empieces —respondí, intentando sonar firme.

Ella suspiró y se sentó frente a mí. —No quiero verte así, hija. Eres joven, guapa… ¿Por qué no sales más? ¿Por qué no te das una oportunidad?

No supe qué contestar. ¿Cómo explicarle que sí salía? Que sí lo intentaba. Que había conocido a Sergio en una fiesta hace dos meses y que parecía perfecto hasta que descubrí que seguía escribiéndose con su ex. O que antes de él estaba Álvaro, que me prometió el cielo y desapareció sin dejar rastro. O que antes de Álvaro… Mejor ni hablar de eso.

La verdad es que me sentía atrapada en un bucle sin fin. Siempre los mismos hombres, siempre las mismas promesas rotas. Y cada vez que una relación terminaba, mi autoestima se iba desmoronando un poco más.

Esa noche, después de la charla con mi madre, decidí salir sola. Me puse mi vestido rojo favorito y caminé hasta Malasaña. El barrio estaba lleno de vida: risas, música, parejas cogidas de la mano. Me senté en la barra de un bar pequeño y pedí una copa de vino.

—¿Esperas a alguien? —me preguntó el camarero, un chico joven llamado Marcos.

—No —contesté—. Hoy me acompaño yo misma.

Él sonrió y me sirvió la copa con un guiño cómplice. Me sentí extrañamente bien. Por primera vez en mucho tiempo, no tenía expectativas. No buscaba a nadie. Solo quería sentirme viva.

Pero entonces apareció Marta, una antigua compañera de universidad. Venía acompañada de su novio, Rubén, y al verme sola no pudo evitar preguntar:

—¿Y tu chico? ¿No venía contigo?

Me reí para disimular el nudo en la garganta. —No tengo chico, Marta. Estoy bien así.

Ella me miró con lástima y cambió rápidamente de tema, pero yo ya estaba reviviendo todas esas veces que me habían hecho sentir incompleta por no tener pareja. Como si ser soltera fuera una enfermedad.

Esa noche volví a casa caminando bajo la lluvia. Al llegar, mi madre seguía despierta viendo la televisión.

—¿Has conocido a alguien? —preguntó sin apartar la vista de la pantalla.

—No, mamá. Y no pasa nada —dije, aunque por dentro sentía que sí pasaba.

Me encerré en mi habitación y me tumbé en la cama. Empecé a repasar mentalmente todas mis relaciones fallidas: Javier, el abogado que solo quería presumir de novia en las cenas familiares; Daniel, el músico bohemio que nunca quiso comprometerse; Pablo, el eterno indeciso… Todos distintos y todos iguales en lo esencial: ninguno supo quererme como yo necesitaba.

Al día siguiente, durante la comida familiar del domingo, mi tía Carmen no pudo evitar hacer su comentario habitual:

—Lucía, hija, ¿y tú para cuándo? Mira a tu prima Laura, ya va por el segundo niño…

Mi padre intentó cambiar de tema hablando del Real Madrid, pero yo ya estaba al borde del llanto. Sentí que todos esperaban algo de mí que yo no podía darles: una pareja estable, una boda, hijos…

Esa tarde salí a caminar por El Retiro para despejarme. Me senté en un banco y observé a las familias paseando, a las parejas besándose bajo los árboles. Sentí una mezcla de envidia y rabia. ¿Por qué parecía tan fácil para los demás?

De repente sonó mi móvil. Era un mensaje de Marcos, el camarero del bar:

«¿Te apetece tomar algo esta tarde? Sin compromiso.»

Dudé unos segundos antes de contestar. Al final escribí: «Vale.»

Nos encontramos en una terraza tranquila. Hablamos durante horas sobre música, cine y viajes. No hubo coqueteos ni promesas vacías. Solo dos personas compartiendo un rato agradable.

Al despedirnos, Marcos me miró a los ojos y dijo:

—No tienes que demostrarle nada a nadie, Lucía. Ni siquiera a ti misma.

Sus palabras me golpearon como una bofetada suave pero necesaria. Esa noche comprendí que quizá el problema no era encontrar al hombre adecuado, sino dejar de buscarlo como si fuera la única meta importante en mi vida.

Volví a casa y me miré al espejo durante mucho tiempo. Por primera vez vi a una mujer fuerte, capaz de estar sola sin sentirse menos por ello.

A partir de ese día empecé a decir que no cuando algo no me hacía feliz; dejé de aceptar migajas emocionales solo por miedo a estar sola; aprendí a disfrutar de mi propia compañía y a poner límites incluso a mi familia cuando sus expectativas me asfixiaban.

No sé si algún día encontraré al hombre adecuado o si realmente lo necesito para ser feliz. Pero sí sé que merezco algo más que conformarme con menos de lo que valgo.

¿Y vosotros? ¿Cuántas veces os habéis sentido presionados por cumplir con lo que esperan los demás? ¿Es posible ser feliz sin pareja en una sociedad como la nuestra?