Entre Sombras y Comparaciones: Mi Vida con las Huellas de Otra

—¿Por qué no puedes ser más como Carmen? Ella siempre sabía cómo hacer reír a mi madre —me espetó Álvaro, una noche cualquiera, mientras cenábamos en silencio en nuestro pequeño piso de Lavapiés.

Sentí el tenedor temblar entre mis dedos. La rabia y la tristeza me subieron por la garganta, pero solo atiné a mirar mi plato de lentejas. Otra vez Carmen. Otra vez esa sombra alargada que se colaba entre nosotros, en cada conversación, en cada gesto cotidiano. ¿Cómo se compite con un fantasma que parece haberlo hecho todo bien?

No siempre fue así. Cuando conocí a Álvaro, me enamoré de su risa fácil y su manera de mirar el mundo, como si todo tuviera solución. Me contó que había estado casado antes, pero que aquello era agua pasada. Yo, ingenua, pensé que el pasado no podía doler tanto si se miraba de frente. Pero nadie me advirtió que los recuerdos pueden ser cuchillos afilados.

La primera vez que conocí a mi suegra, Mercedes, fue en la comida del domingo. Su casa olía a cocido y a colonia Nenuco. Me recibió con dos besos y una sonrisa forzada. Durante la comida, no paró de mencionar a Carmen: “Carmen siempre traía su tarta de manzana”, “Carmen sabía cómo poner la mesa”, “Carmen tenía mucha mano para las plantas”. Yo asentía, tragando saliva y sintiéndome cada vez más pequeña.

—¿Te pasa algo? —me preguntó Álvaro esa noche, al ver mi cara mustia.
—Nada —mentí—. Solo estoy cansada.

Pero el cansancio era otra cosa. Era el peso de no ser suficiente, de no estar a la altura de una mujer que ya no estaba pero seguía presente en cada rincón de mi nueva vida.

Con el tiempo, las comparaciones se hicieron rutina. Si discutíamos, Álvaro soltaba: “Carmen nunca se ponía así”. Si olvidaba comprar algo en el supermercado: “Carmen siempre se acordaba”. Incluso cuando intentaba acercarme a Mercedes, ella me miraba con lástima y decía: “Carmen y yo éramos como madre e hija”.

Una tarde de otoño, después de otra discusión absurda por la compra, me encerré en el baño y me miré al espejo. Tenía los ojos hinchados y el alma hecha jirones. ¿Por qué seguía aquí? ¿Por qué aceptaba vivir en esta comparación constante?

Decidí hablar con mi mejor amiga, Marta. Nos sentamos en una terraza de Malasaña, rodeadas del bullicio madrileño.

—Tía, no puedo más —le confesé—. Siento que nunca voy a ser suficiente para él ni para su familia.
—¿Y tú? ¿Te sientes suficiente para ti misma? —me preguntó Marta, mirándome muy seria.

Esa pregunta me golpeó como un jarro de agua fría. Llevaba tanto tiempo intentando encajar en un molde ajeno que había olvidado quién era yo realmente.

Esa noche, cuando Álvaro volvió del trabajo, le esperé sentada en el sofá.

—Tenemos que hablar —le dije, con voz firme.
—¿Otra vez? ¿Ahora qué pasa?
—No puedo seguir viviendo así. No soy Carmen ni quiero serlo. Si tanto la echas de menos, quizá deberías buscarla y dejarme en paz.

Álvaro se quedó mudo. Por primera vez vi en sus ojos algo parecido al miedo.

—Lucía… yo solo quiero que te lleves bien con mi madre. No es para tanto.
—¿No es para tanto? Llevo meses sintiéndome invisible. No sé si te das cuenta del daño que me haces cada vez que me comparas con ella.

El silencio se hizo espeso entre nosotros. Álvaro bajó la mirada y murmuró:

—Lo siento… Es solo que todo era más fácil antes.

Ahí lo entendí todo. No era yo el problema. Era su incapacidad para soltar el pasado y construir algo nuevo conmigo.

Pasaron los días y nada cambió realmente. Mercedes seguía invitándome a comer para hablarme de Carmen; Álvaro seguía soltando sus frases venenosas sin darse cuenta. Yo empecé a distanciarme poco a poco: salía más con Marta, retomé mis clases de cerámica, volví a leer por las noches en vez de esperarle despierta.

Un domingo, mientras Mercedes hablaba emocionada sobre las vacaciones en Benidorm que había pasado con Carmen y Álvaro años atrás, me levanté de la mesa sin decir palabra y salí al balcón. El aire frío me despejó la mente.

Álvaro vino detrás de mí:

—¿Qué te pasa ahora?
—Nada… Solo estoy cansada —repetí, pero esta vez no mentía: estaba cansada de verdad, cansada de luchar por un sitio que nunca sería mío.

Esa noche hice la maleta. No lloré. No grité. Solo recogí mis cosas y dejé una nota:

“Me voy porque merezco ser la protagonista de mi propia vida, no la suplente de otra.”

Me fui a casa de Marta y empecé de cero. Al principio dolió mucho: la costumbre pesa más que el amor propio cuando llevas tiempo olvidándote de ti misma. Pero poco a poco volví a respirar sin miedo a las comparaciones.

Hoy, meses después, miro atrás y me doy cuenta de lo mucho que aprendí sobre mí misma. Nadie debería vivir a la sombra de otra persona ni aceptar menos amor del que merece.

¿Y vosotros? ¿Alguna vez habéis sentido que vivís compitiendo con un fantasma? ¿Cuánto tiempo estaríais dispuestos a esperar antes de elegir vuestra propia felicidad?