¿Fui demasiado dura con el regalo de cumpleaños de Manuel?
—¿De verdad crees que esto es suficiente para mi cumpleaños?—. Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas, tan afiladas como el cuchillo con el que Manuel había tallado aquel joyero de madera. Él me miró, con las manos aún cubiertas de polvo y una sonrisa nerviosa que se desvanecía poco a poco. En la mesa, el pequeño joyero reposaba envuelto en papel de periódico, torpe pero hecho con cariño.
No era lo que esperaba. Había imaginado una cena elegante, una joya brillante, algo que me hiciera sentir especial. Pero allí estaba yo, en el salón de nuestro piso en Vallecas, rodeada de las risas de sus dos hijos, Marta y Sergio, que miraban expectantes. Sentí la presión de sus miradas y la mía propia, la de una mujer que siempre había soñado con algo más.
—Lo hice yo misma —dijo Manuel, intentando sonar alegre—. Sé que no es perfecto, pero pensé que te gustaría tener algo único.
Me mordí el labio. ¿Qué podía decir? ¿Que prefería algo comprado? ¿Que su esfuerzo no era suficiente? Mi madre siempre decía que la sinceridad era una virtud, pero en ese momento sentí que era un cuchillo envenenado.
—Gracias —susurré, sin poder evitar que mi voz sonara fría.
La tarde se volvió incómoda. Marta se acercó y me abrazó, intentando suavizar el ambiente.
—Papá ha estado trabajando en eso todas las noches —me confesó al oído—. Hasta se cortó un dedo.
Sentí una punzada de culpa. Miré a Manuel, que fingía buscar algo en la cocina para no enfrentar mi mirada. Recordé entonces todas las veces que había hablado de su pasión por la carpintería, cómo encontraba en la madera una forma de escapar del estrés del trabajo y la soledad tras su divorcio. Yo había admirado esa dedicación al principio, pero ahora me parecía insuficiente.
Esa noche, mientras recogía los platos y los niños veían la tele, Manuel se acercó.
—¿Te ha molestado el regalo? —preguntó en voz baja.
No supe qué responder. ¿Era justo exigirle más cuando él daba lo mejor que podía? ¿O tenía derecho a sentirme decepcionada?
—No es eso —mentí—. Solo… esperaba otra cosa.
Él asintió, con los ojos tristes. Me sentí cruel, como si hubiera destrozado algo más que un cumpleaños: su ilusión, su esfuerzo, su manera de amar.
Las semanas siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y gestos forzados. Mis amigas me preguntaban qué tal había sido mi cumpleaños y yo evitaba contarles la verdad. Pero una noche, después de cenar con ellas en Lavapiés, una de ellas —Lucía— me lo sacó sin rodeos:
—¿De verdad te molestó tanto el regalo? ¿No crees que a veces esperamos demasiado?
Me quedé callada. Recordé entonces mi infancia en Albacete, los cumpleaños modestos pero llenos de cariño. ¿Cuándo había empezado a medir el amor por el precio de los regalos?
Una tarde de domingo, mientras Manuel arreglaba una silla rota en el balcón y los niños jugaban en el pasillo, me senté junto a él.
—He estado pensando —le dije—. Fui injusta contigo. No valoré lo suficiente lo que hiciste por mí.
Él dejó el martillo y me miró con esa mezcla de ternura y cansancio tan suya.
—No pasa nada —susurró—. Solo quería verte feliz.
Me eché a llorar. Lloré por mi egoísmo, por mis expectativas absurdas, por no saber ver el amor en lo sencillo. Él me abrazó y sentí que algo se recomponía entre nosotros.
Esa noche publiqué una foto del joyero en Instagram con un mensaje sincero: “A veces el mejor regalo no es el más caro, sino el que lleva más amor”. La publicación se llenó de comentarios: algunos me apoyaban, otros decían que tenía derecho a esperar más. La polémica creció tanto que incluso salió en un hilo de Twitter sobre expectativas y regalos hechos a mano.
Mi madre me llamó preocupada:
—Hija, ¿de verdad crees que has sido justa con Manuel?
No supe qué responderle. Porque la verdad es que no lo sabía.
Hoy miro ese joyero cada mañana antes de salir al trabajo. No es perfecto: tiene astillas y las bisagras chirrían. Pero dentro guardo mis pendientes favoritos y una nota de Manuel: “Para que guardes aquí todo lo bonito que te pase”.
A veces me pregunto: ¿cuándo dejamos de valorar lo hecho con amor? ¿Es tan malo ser sincera si duele a quien queremos? ¿Vosotros qué pensáis?