Hasta que ella lo deje, no verá ni un euro nuestro: Mi lucha por salvar a mi hija

—¡No pienso darle ni un euro más, Carmen! —gritó Antonio, mi marido, golpeando la mesa del comedor con el puño cerrado. El café tembló en su taza y yo también. Miré a Lucía, mi hija, que apenas levantaba la vista del suelo, los ojos hinchados de tanto llorar.

—Papá, por favor… —susurró ella, pero Antonio ya había salido de la cocina, murmurando maldiciones. Me quedé sola con Lucía y el eco de sus palabras. Sabía que tenía razón en parte: no podíamos seguir manteniendo a nuestra hija y a ese inútil de Sergio, su marido, que llevaba meses sin trabajar y ni siquiera se molestaba en buscar empleo. Pero ¿cómo podía darle la espalda a mi propia hija?

Lucía se casó hace tres años, en una boda sencilla pero llena de ilusión. Sergio parecía encantador entonces: educado, atento, con promesas de futuro. Pero pronto todo cambió. Primero perdió el trabajo en la tienda de electrodomésticos. Luego empezó a beber más de la cuenta y a encerrarse en casa. Lucía intentó animarle, buscarle cursos, incluso le consiguió entrevistas. Nada funcionó. Él se hundía y arrastraba a mi hija con él.

—Mamá, no sé qué hacer —me confesó una noche mientras fregábamos los platos—. Si le dejo, ¿qué va a ser de mí? No tengo trabajo fijo y él… él me necesita.

La abracé fuerte, sintiendo cómo su cuerpo temblaba. Recordé mis propios miedos cuando era joven y dependía tanto de Antonio. Pero yo tuve suerte; él siempre fue trabajador y responsable. ¿Por qué Lucía no podía tener lo mismo?

Las discusiones en casa se hicieron habituales. Antonio decía que estábamos malcriando a Lucía, que tenía que aprender a valerse por sí misma. Yo le gritaba que era nuestra hija, que no podíamos abandonarla ahora que más nos necesitaba. Mi hijo menor, Álvaro, se mantenía al margen, pero una noche me dijo:

—Mamá, papá tiene razón en parte… pero Lucía está sufriendo mucho. No podemos dejarla sola.

Me sentí dividida entre dos amores: el de madre protectora y el de esposa leal. Empecé a ayudar a Lucía a escondidas: le daba dinero cuando Antonio no miraba, le llenaba la nevera de comida y le buscaba ofertas de trabajo en internet. Pero nada cambiaba. Sergio seguía igual o peor.

Un día recibí una llamada de Lucía a las dos de la madrugada.

—Mamá… —su voz era apenas un susurro—. Sergio ha vuelto borracho y ha roto la puerta del dormitorio… Tengo miedo.

No lo dudé ni un segundo. Cogí el coche y fui a buscarla. Cuando llegué, la encontré sentada en las escaleras del portal, con el abrigo puesto sobre el pijama y las mejillas mojadas de lágrimas. La llevé a casa sin decir nada.

Antonio se levantó al oírnos llegar.

—¿Otra vez? —preguntó con voz cansada—. Carmen, esto no puede seguir así.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que la deje tirada?

Él no respondió. Se fue al dormitorio y cerró la puerta.

Durante semanas, Lucía vivió con nosotros. Buscó trabajo sin descanso, pero solo encontraba contratos temporales o trabajos mal pagados en bares y tiendas del barrio. Sergio la llamaba cada noche, suplicando que volviera, prometiendo cambiar. Yo veía cómo ella dudaba, cómo su corazón luchaba contra su razón.

Una tarde, mientras preparábamos la cena, Antonio entró en la cocina y dejó una carta sobre la mesa.

—Es para ti —me dijo seco.

La abrí con manos temblorosas: era una notificación del banco. Nuestra cuenta estaba casi vacía; los ahorros que teníamos para la jubilación se habían esfumado entre ayudas a Lucía y gastos inesperados.

—No podemos seguir así —dijo Antonio—. O Lucía toma una decisión o nosotros tendremos que tomarla por ella.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que habíamos sacrificado por nuestros hijos, en las veces que me había sentido sola en mi propio matrimonio, en el miedo de Lucía a enfrentarse al mundo sola… y en mi propio miedo a perderla si la obligaba a elegir.

A la mañana siguiente reuní el valor para hablar con ella.

—Lucía —le dije—, te quiero más que a nada en este mundo. Pero no puedo seguir ayudándote si tú no decides salir de esa relación. No podemos mantenerte eternamente… ni permitir que Sergio te destruya poco a poco.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Me estás echando?

—No te estoy echando —respondí con voz quebrada—. Te estoy pidiendo que luches por ti misma… porque yo ya no puedo luchar más por las dos.

Lucía se encerró en su cuarto todo el día. Por la noche salió con una maleta pequeña y los ojos rojos.

—Voy a casa de Marta —me dijo—. Necesito pensar.

La vi marcharse sintiendo que se me rompía el alma.

Pasaron semanas sin noticias suyas. Antonio intentaba animarme; Álvaro venía más a menudo para asegurarse de que comía algo. Yo vivía pendiente del teléfono hasta que un día sonó:

—Mamá… he encontrado trabajo en una librería del centro. He decidido pedir el divorcio.

Lloré como hacía años que no lloraba. Sentí alivio y culpa al mismo tiempo; alegría por ella y tristeza por todo lo perdido.

Hoy Lucía vive sola en un piso pequeño pero luminoso cerca del Retiro. Nos vemos cada semana para comer juntas y hablar de todo lo que hemos aprendido. A veces pienso si hice bien o mal al ponerle ese límite… si el amor de madre debe tener fronteras o si hay momentos en los que hay que dejar volar a los hijos aunque duela.

¿Hasta dónde debe llegar una madre por proteger a sus hijos? ¿Y cuándo es el momento de dejarles tomar sus propias decisiones aunque nos parta el corazón?