Hermanos de Sangre: Entre la Duda y la Confianza
—¿Por qué no se parece a ti, Álvaro? —escuché a Carmen susurrar en la cocina, creyendo que yo no la oía. Mi corazón se detuvo un instante. Era la tercera vez esa semana que mi suegra lanzaba esa pregunta al aire, como si las paredes de nuestro piso en Vallecas pudieran absorber el veneno de sus palabras.
Me quedé paralizada en el pasillo, con la pequeña Sofía dormida en mis brazos. Su carita redonda, sus ojos oscuros —los mismos que los de mi abuela—, y ese lunar diminuto junto a la nariz. ¿De verdad alguien podía dudar que era hija de Álvaro? Pero Carmen insistía, y lo peor era que Álvaro empezaba a mirarme diferente.
—Lucía, tenemos que hablar —me dijo él una noche, con la voz temblorosa. Se sentó en el borde de la cama, sin atreverse a mirarme a los ojos—. Mi madre dice que… Bueno, que Sofía no se parece a mí. Que quizá… —se le quebró la voz—. ¿Hay algo que debería saber?
Sentí cómo me ardían las mejillas. ¿Cómo podía preguntarme eso? ¿Después de todo lo que habíamos pasado juntos? Recordé nuestras noches de estudiantes en la Complutense, los paseos por el Retiro, las promesas susurradas bajo las luces de Gran Vía. Y ahora, por un comentario malicioso, todo eso se tambaleaba.
—¿De verdad crees que podría mentirte así? —le respondí, conteniendo las lágrimas—. ¿De verdad crees que Sofía no es tuya?
Álvaro bajó la cabeza. —No lo sé, Lucía. Es que… mi madre insiste tanto… Y tú últimamente estás tan distante…
No podía creerlo. La distancia era por el agotamiento, por las noches sin dormir, por el miedo constante a no ser una buena madre. Pero ahora todo se teñía de sospecha.
Los días siguientes fueron un infierno. Carmen venía cada tarde con excusas para ver a Sofía. La cogía en brazos y le buscaba parecidos imposibles: «Tiene los labios finos como los de tu amiga Marta», «Esa manita me recuerda a alguien…». Yo apretaba los dientes y fingía sonreír.
Mi madre, Rosario, intentaba mediar: —Lucía, no te lo tomes así. Carmen siempre ha sido desconfiada. Pero tú y Álvaro os queréis, eso es lo importante.
Pero ya nada era igual. Álvaro empezó a llegar tarde del trabajo, a evitarme con excusas tontas. Una noche le vi mirando fotos antiguas en su móvil, comparando los rasgos de Sofía con los suyos de niño.
La tensión explotó un domingo durante la comida familiar. Carmen soltó, delante de todos:
—Bueno, si hay dudas, siempre se puede hacer una prueba de ADN.
El silencio fue absoluto. Mi padre dejó caer el tenedor y mi hermana Inés me miró horrorizada.
—¡Basta ya! —grité—. ¡Sofía es hija de Álvaro! ¡Y si hace falta una prueba para callar bocas, pues se hace!
Álvaro me miró con ojos tristes. Asintió en silencio.
Los días hasta recibir los resultados fueron una tortura. No dormía, apenas comía. Me sentía juzgada por todos: por Carmen, por Álvaro, incluso por algunos vecinos cotillas que ya murmuraban en el portal.
Una tarde lluviosa llegó el sobre del laboratorio. Álvaro lo abrió con manos temblorosas mientras yo abrazaba a Sofía tan fuerte que casi la despierto.
—Es mía —susurró al leer el papel—. Sofía es mi hija.
Me eché a llorar desconsoladamente. No de alivio, sino de rabia y tristeza por todo lo perdido en esas semanas: la confianza rota, las palabras hirientes que ya no podían desdecirse.
Carmen intentó disculparse:
—Yo solo quería proteger a mi hijo…
Pero yo ya no podía mirarla igual.
Álvaro me abrazó esa noche como hacía meses que no lo hacía.
—Perdóname —me dijo—. He sido un imbécil.
No respondí. El perdón no llega tan rápido cuando te han herido tan hondo.
Han pasado meses desde entonces. La herida sigue ahí, aunque Sofía crece feliz y ajena al dolor que nos atravesó. A veces me pregunto si alguna vez podré volver a confiar plenamente en Álvaro o si este episodio nos ha cambiado para siempre.
¿Hasta qué punto puede el veneno de la duda destruir una familia? ¿Vosotros habríais perdonado tan fácilmente? ¿O hay heridas que nunca terminan de cerrar?