La advertencia de mi madre: «Nunca dejes que una sola amiga cruce tu umbral»
—¿Por qué no vienes a verme? —le pregunté a Lucía por WhatsApp, con los dedos temblorosos y el bebé llorando en mis brazos. El reloj marcaba las tres de la tarde, pero en mi salón parecía medianoche. Las cortinas estaban corridas, la televisión apagada, y el único sonido era el llanto insistente de Martina, mi hija de dos meses.
La soledad me pesaba como una losa. Desde que nació Martina, no había salido más allá del portal. Mi marido, Álvaro, trabajaba hasta tarde y mi madre, Pilar, solo venía los domingos. El resto del tiempo era yo, el bebé y el eco de los consejos maternos que nunca quise escuchar.
«Nunca dejes que una sola amiga cruce tu umbral», me repetía mi madre desde que era adolescente. Decía que las amigas traen problemas, que la confianza se paga cara y que una casa es sagrada. Yo siempre pensaba que exageraba, que era una mujer marcada por sus propias heridas. Pero ahora, con la casa vacía y el móvil en la mano, su advertencia sonaba más fuerte que nunca.
Lucía y yo éramos inseparables desde el instituto. Compartimos secretos, risas y hasta algún que otro novio. Cuando le conté que estaba embarazada, fue la primera en traerme un ramo de flores y una caja de bombones. Pero desde que nació Martina, todo cambió. Lucía seguía con su vida: salía, viajaba, subía fotos a Instagram con su nuevo novio, Sergio. Yo veía su felicidad a través de una pantalla mientras me sentía cada vez más invisible.
—¿Te pasa algo? —me escribió Lucía al ver mi mensaje.
—Nada… Solo que echo de menos hablar contigo —contesté, mordiéndome el labio para no llorar.
—¿Quieres que vaya a verte? —propuso enseguida.
Me quedé mirando el mensaje durante minutos. Sentí una punzada de culpa por dudar. ¿Qué daño podía hacerme Lucía? Era mi mejor amiga. Pero entonces recordé la voz de mi madre:
«Las amigas entran en tu casa y se llevan algo más que tu confianza».
Martina seguía llorando. La cogí en brazos y paseé por el pasillo, intentando calmarla. Mi mente viajaba atrás en el tiempo, a cuando tenía quince años y mi madre descubrió que su mejor amiga le había robado dinero del monedero. Desde entonces, Pilar se volvió desconfiada y me inculcó ese miedo a abrir la puerta.
—¿Mamá? —llamé por teléfono—. ¿Tú crees que está mal invitar a Lucía?
—Hija, haz lo que quieras, pero recuerda lo que te he dicho siempre. La gente cambia cuando menos te lo esperas.
Colgué sin saber si me había ayudado o hundido más.
Esa noche, mientras Martina dormía sobre mi pecho, soñé con Lucía entrando en casa con una sonrisa enorme y un ramo de flores. Pero detrás de ella venían sombras: recuerdos de traiciones ajenas, palabras malinterpretadas, secretos compartidos y luego usados como armas.
A la mañana siguiente, decidí arriesgarme. Le escribí a Lucía:
—Ven cuando quieras. Me vendrá bien hablar con alguien adulto.
A las cinco en punto sonó el timbre. Me miré al espejo antes de abrir: ojeras marcadas, pelo recogido en un moño deshecho y camiseta manchada de leche. Abrí la puerta y allí estaba Lucía, radiante como siempre.
—¡Por fin! —exclamó abrazándome—. Pensé que nunca me dejarías entrar.
Nos sentamos en el sofá mientras Martina dormía en su moisés. Hablamos de todo: del parto, del miedo a no ser suficiente madre, de Álvaro y sus ausencias, de los recuerdos del instituto… Por un momento sentí alivio, como si una ventana se abriera en medio del encierro.
Pero entonces Lucía empezó a hablarme de Sergio:
—No sé si fiarme de él… Últimamente está raro. A veces pienso que me engaña.
La conversación giró hacia sus problemas sentimentales y yo me sentí invisible otra vez. Intenté contarle lo sola que me sentía, pero ella solo asentía mientras miraba su móvil.
De repente, escuché un pitido: Lucía había hecho una foto a Martina dormida y la subió a Instagram sin preguntarme.
—¿Qué haces? —le pregunté molesta.
—¡Es tan mona! Solo quiero presumir de ahijada —respondió sin darle importancia.
Sentí un nudo en el estómago. No quería sonar paranoica ni controladora, pero algo dentro de mí se revolvió. Recordé las palabras de mi madre: «Tu casa es tu refugio; lo que pasa dentro no debe salir fuera».
Lucía se fue al cabo de una hora. Cuando cerré la puerta tras ella, sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Miré Instagram: la foto tenía decenas de likes y comentarios de desconocidos alabando a mi hija.
Esa noche discutí con Álvaro:
—No quiero que suban fotos de Martina sin mi permiso —le dije.
—No seas exagerada —contestó él—. Es solo una foto.
Pero para mí no era solo una foto; era mi intimidad expuesta sin consentimiento. Era la sensación de perder el control sobre lo poco que me quedaba solo para mí.
Los días siguientes Lucía no volvió a escribirme. Sentí rabia por haber confiado demasiado rápido y culpa por haber dudado tanto tiempo antes de abrirle la puerta.
Hoy Martina cumple tres meses. Mi madre vino a casa con una tarta y me abrazó fuerte:
—¿Ves? Al final solo te queda la familia —susurró.
No sé si tiene razón o si estoy condenada a vivir entre paredes levantadas por miedo a ser herida otra vez. Pero cada vez que miro a Martina dormir, me pregunto si algún día podré enseñarle a confiar sin renunciar a protegerse.
¿De verdad es posible abrir la puerta sin miedo? ¿O las advertencias maternas están ahí para salvarnos del dolor aunque también nos condenen a la soledad?