La Casa de los Sueños Rotos
—¿Por qué no puedes mirarme a los ojos, Julián? —le susurré, aunque sabía que estaba dormido, o fingía estarlo. El zumbido de la lluvia golpeando el techo de lámina era el único testigo de mi desvelo. Me giré en la cama, buscando una esquina menos fría, pero el vacío a mi lado era más helado que el viento que se colaba por la ventana mal sellada.
Hace catorce años, cuando llegué tarde a la fiesta de cumpleaños de mi amiga Camila en el barrio San Cristóbal, jamás imaginé que esa noche cambiaría mi vida. Corría por las calles empedradas de Ciudad de Guatemala, esquivando charcos y vendedores ambulantes. Cuando entré, todos ya estaban sentados, y ahí estaba él: Julián, con su sonrisa tímida y sus manos manchadas de pintura. «¿Te perdiste?», me preguntó en broma. Yo reí, y desde entonces, nuestras vidas se entrelazaron como las raíces de los árboles viejos del parque central.
Nos casamos jóvenes, llenos de sueños y promesas. Queríamos una casa propia, hijos corriendo por el patio, y un taller donde Julián pudiera pintar sin preocuparse por el alquiler. Pero la vida en Guatemala no es fácil. La violencia, la falta de oportunidades y el miedo nos empujaron a buscar un futuro mejor. Así fue como terminamos en Monterrey, México, con dos maletas y una esperanza terca.
Al principio todo era nuevo y emocionante. Conseguí trabajo limpiando casas; Julián pintaba murales en escuelas y plazas. Nos reíamos de nuestro acento chapín mezclado con el norteño mexicano. Pero la rutina fue apagando esa chispa. Las cuentas se acumulaban, los trabajos eran cada vez más duros y mal pagados. Julián empezó a llegar tarde, cansado, con olor a thinner y frustración.
—¿Por qué no buscas algo más estable? —le pregunté una noche mientras cenábamos frijoles con tortillas.
—¿Y dejar de ser yo? —respondió sin mirarme.
Las discusiones se volvieron parte del menú diario. Yo quería seguridad; él, libertad. Nos fuimos alejando poco a poco, como dos barcos que zarparon juntos pero tomaron rumbos distintos.
Hace seis meses, perdí el trabajo. La señora Teresa ya no podía pagarme porque su hijo se quedó sin empleo en la fábrica. Julián intentó animarme:
—Vamos a salir adelante, mi amor. Siempre lo hacemos.
Pero yo ya no le creía. Empecé a vender tamales en la esquina para ayudar con los gastos. Me sentía invisible, como si mi vida se hubiera reducido a sobrevivir un día más.
Una noche, mientras contaba las monedas que había ganado, escuché a Julián hablando por teléfono en voz baja:
—No sé cuánto más pueda aguantar… Sí, la extraño… pero no puedo dejarla así…
Sentí un puñal en el pecho. ¿A quién extrañaba? ¿A su mamá en Guatemala? ¿A otra mujer? No tuve valor para preguntarle.
El silencio entre nosotros se volvió insoportable. Dormía en el sofá «para no molestarme», decía él. Yo lloraba en silencio, recordando los días en que soñábamos juntos bajo las estrellas del lago Atitlán.
Un domingo cualquiera, mi hermana Lucía llamó desde Quetzaltenango:
—Oli, mamá está enferma otra vez… ¿No has pensado en regresar?
La pregunta me taladró el alma. ¿Regresar? ¿A qué? Aquí al menos teníamos techo y comida (a veces). Pero allá estaba mi madre, mis raíces… y tal vez una oportunidad para empezar de nuevo.
Esa noche enfrenté a Julián:
—¿Tú quieres seguir aquí? Porque yo ya no puedo más…
Él me miró por fin, con los ojos llenos de lágrimas contenidas:
—Yo vine por ti… pero siento que te perdí en el camino.
Nos abrazamos como dos náufragos aferrados a una tabla rota. Lloramos por todo lo perdido: los sueños, la juventud, la alegría.
Pasaron semanas antes de tomar una decisión. Hablamos con sinceridad por primera vez en años. Decidimos regresar a Guatemala, aunque fuera para empezar desde cero otra vez. Vendimos lo poco que teníamos y nos despedimos de Monterrey con nostalgia y alivio.
Ahora estoy aquí, en la casa vieja de mi madre, escuchando el mismo sonido de la lluvia sobre el techo de lámina que me acompañó tantas noches lejos de casa. Julián duerme a mi lado; ya no hay sofá entre nosotros. No sé si lograremos reconstruir lo nuestro o si solo somos dos sobrevivientes aferrados al pasado.
Pero al menos estamos juntos. Y mientras miro las gotas resbalar por la ventana, me pregunto: ¿Cuántas veces puede uno empezar de nuevo antes de perderse para siempre? ¿Vale la pena luchar por un sueño cuando todo parece estar en contra?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?