La Cena de la Discordia

«¡Si no vas a cenar con mi familia, al menos cocina y pon la mesa, luego te vas!» exclamó Javier con un tono que nunca antes había escuchado en su voz. Me quedé paralizada, con el cuchillo en la mano y las cebollas a medio cortar. El aroma de la comida que preparaba para la cena familiar se mezclaba con el sabor amargo de la tensión en el aire.

Todo comenzó hace seis meses, durante una de esas reuniones familiares que solían ser mi pesadilla. La familia de Javier siempre me había parecido un tanto invasiva, pero aquella vez fue diferente. La madre de Javier, doña Carmen, había hecho un comentario despectivo sobre mi trabajo. «¿Y cuándo piensas dejar ese empleo de medio tiempo y dedicarte a algo más serio?» preguntó con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Sentí cómo la sangre me hervía y, antes de poder contenerme, respondí: «Cuando usted deje de meterse en mi vida».

Desde entonces, las cosas no han sido iguales. Javier se encuentra atrapado entre su lealtad hacia mí y su obligación hacia su familia. Yo, por mi parte, he evitado cualquier contacto con ellos. Pero Javier no entiende por qué no puedo simplemente dejarlo pasar. «Es mi familia», repite una y otra vez, como si eso justificara todo.

La semana pasada, Javier me pidió que preparara la cena para su familia. «Solo esta vez», dijo, «para que vean que no hay rencores». Pero yo sabía que no era tan simple. Mi orgullo herido no me permitía ceder tan fácilmente. Sin embargo, accedí a regañadientes, pensando que quizás esto podría ser un primer paso hacia la reconciliación.

Mientras cocinaba, mis pensamientos se arremolinaban como una tormenta. ¿Por qué tenía que ser yo quien diera el primer paso? ¿Por qué siempre era yo quien debía ceder? La puerta se abrió de golpe y Javier entró en la cocina, su rostro reflejando una mezcla de frustración y cansancio.

«Melissa», dijo suavemente, «sé que esto es difícil para ti, pero necesito que lo hagas por nosotros». Sus ojos buscaban los míos, pero yo aparté la mirada. «No es justo», respondí en un susurro apenas audible.

«Lo sé», admitió él, «pero tampoco es justo para mí estar en medio de todo esto». Su voz se quebró ligeramente y sentí una punzada de culpa. Sabía que él también estaba sufriendo.

Finalmente, la hora de la cena llegó. La mesa estaba puesta con esmero y los platos humeaban con el aroma de lo que alguna vez fue mi especialidad: paella valenciana. Me quedé en la cocina mientras escuchaba el murmullo de las conversaciones en el comedor.

«¿Dónde está Melissa?» preguntó doña Carmen con su tono habitual de superioridad.

«No se siente bien», mintió Javier rápidamente.

Me asomé por la puerta entreabierta y vi cómo todos asentían con indiferencia. Nadie parecía realmente interesado en mi ausencia.

Después de un rato, decidí salir al jardín para tomar aire fresco. La noche estaba clara y las estrellas brillaban con intensidad. Me senté en el banco de madera donde tantas veces habíamos compartido risas y sueños juntos.

Javier salió al poco tiempo y se sentó a mi lado en silencio. «Gracias por hacerlo», dijo finalmente.

«No lo hice por ellos», respondí con sinceridad.

Él asintió lentamente, comprendiendo lo que no dije en palabras. Nos quedamos allí sentados, cada uno perdido en sus propios pensamientos.

La cena terminó sin incidentes mayores y la familia de Javier se fue poco después. Cuando la puerta se cerró tras ellos, sentí un alivio inmediato pero también una tristeza profunda.

«¿Y ahora qué?» pregunté más para mí misma que para él.

Javier me miró con una expresión que mezclaba esperanza y resignación. «No lo sé», respondió honestamente.

Nos quedamos allí en silencio, sabiendo que aunque la noche había terminado, el conflicto seguía sin resolverse. ¿Es posible encontrar un equilibrio entre el amor y las expectativas familiares? ¿O estamos condenados a elegir entre uno u otro?