La invitada en mi propia casa: una historia de amor y desencuentro

—No olvides que ella es la anfitriona y tú la invitada —me espetó Álvaro, con esa frialdad que solo él sabía usar cuando quería herirme.

Me quedé helada, con la cuchara de madera suspendida sobre la olla de cocido madrileño. El aroma a chorizo y garbanzos llenaba la cocina, pero a mí se me revolvía el estómago. Había pasado toda la mañana cocinando para la familia de Álvaro, intentando agradar a su madre, Carmen, que me miraba desde el marco de la puerta con una ceja arqueada y los brazos cruzados.

—¿Seguro que sabes cómo se hace? —preguntó Carmen, sin molestarse en disimular su escepticismo.

—Sí, claro —respondí, forzando una sonrisa—. Mi abuela me enseñó.

Pero Carmen no parecía convencida. Se acercó y metió la cuchara en la olla, probó el caldo y chasqueó la lengua.

—Le falta sal. Y el garbanzo está duro —sentenció.

Álvaro, sentado en la mesa del comedor con su padre y su hermano, ni siquiera levantó la vista del móvil. Yo sentí cómo se me encogía el corazón. ¿En qué momento mi vida se había convertido en esto? ¿En qué momento pasé de ser Lucía, una mujer independiente con sueños y planes, a convertirme en una invitada perpetua en la casa de otros?

Cuando Álvaro y yo nos conocimos en la universidad de Salamanca, todo parecía posible. Él era divertido, inteligente y siempre tenía una palabra amable para mí. Nos enamoramos rápido, entre cafés en la Plaza Mayor y paseos por el Tormes. Cuando me pidió que nos mudáramos juntos a Madrid, acepté sin dudarlo. Pero lo que no sabía era que «juntos» significaba instalarme en la casa familiar de los García.

Al principio pensé que sería temporal. «Solo hasta que encontremos algo nuestro», me decía Álvaro cada vez que yo insinuaba buscar piso. Pero los meses pasaban y nada cambiaba. Su madre tenía una habitación preparada para nosotros, su padre nos dejaba el coche los fines de semana y su hermano, Sergio, se colaba en nuestra habitación para pedirle a Álvaro ayuda con los deberes o para ver el fútbol juntos.

Yo intentaba adaptarme. Me ofrecía a ayudar en la cocina, a limpiar, a hacer la compra. Pero siempre había un reproche velado, una mirada de desaprobación o un comentario sarcástico.

—En mi casa siempre hemos hecho las cosas así —decía Carmen—. Pero claro, cada uno viene de donde viene.

Una tarde, mientras doblaba ropa en nuestra habitación (que aún olía a colonia barata de Sergio), escuché a Álvaro hablando por teléfono con su madre.

—No te preocupes, mamá. Lucía no se mete en nada. Ella sabe cuál es su sitio.

Me sentí invisible. Como si mi presencia fuera una molestia tolerada por cortesía. Empecé a salir más tarde del trabajo para evitar llegar a casa antes que Álvaro. Me refugiaba en los parques cercanos o me perdía entre las estanterías de la biblioteca municipal. Allí podía respirar sin sentirme observada o juzgada.

Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos todos juntos, Carmen dejó caer:

—He pensado que podríamos invitar a los primos para Navidad. Lucía, ¿te importaría encargarte del postre? Ya sabes hacer flan, ¿verdad?

Sentí las miradas sobre mí. Álvaro ni siquiera intervino. Asentí en silencio, tragándome las ganas de gritar que yo también tenía familia, que también quería pasar las fiestas con mis padres en Valladolid.

Esa noche, después de cenar, intenté hablar con Álvaro.

—¿No crees que ya va siendo hora de buscar nuestro propio piso? —pregunté con voz temblorosa.

Él suspiró y se pasó la mano por el pelo.

—¿Otra vez con lo mismo? Aquí estamos bien. No nos falta de nada. Además, mis padres nos ayudan mucho.

—Pero yo no me siento en casa —susurré—. Siento que no pertenezco aquí.

Álvaro me miró como si no entendiera nada.

—Lucía, eres demasiado sensible. Aquí todos te quieren. Solo tienes que adaptarte un poco más.

Esa noche lloré en silencio mientras él dormía a mi lado. Empecé a preguntarme si realmente era yo el problema. Si era demasiado exigente o poco agradecida.

Los días pasaron y mi tristeza se fue convirtiendo en rabia contenida. Empecé a evitar a Carmen y a pasar menos tiempo en casa. Mis amigas notaron mi cambio y me animaron a salir más con ellas.

Una tarde, mientras tomábamos un café en Malasaña, Marta me preguntó:

—¿Por qué no te vienes a vivir conmigo? Tengo una habitación libre desde que Ana se fue a Barcelona.

La idea me tentó más de lo que debería. Esa noche volví a casa tarde y encontré a Carmen esperándome en el salón.

—¿Dónde estabas? Aquí cenamos todos juntos —me reprochó.

No respondí. Subí a la habitación y empecé a meter ropa en una maleta pequeña. Cuando Álvaro llegó y me vio así, se quedó pálido.

—¿Qué haces?

—Me voy unos días a casa de Marta —dije sin mirarle—. Necesito pensar.

Él no dijo nada al principio. Luego murmuró:

—No entiendo por qué te empeñas en complicarlo todo. Aquí tienes todo lo que necesitas.

Lo miré por última vez antes de cerrar la puerta tras de mí. Caminé por las calles frías de Madrid sintiéndome ligera por primera vez en meses.

Ahora escribo estas líneas desde el pequeño piso de Marta, rodeada de cajas y libros apilados. No sé qué pasará con Álvaro ni si algún día volveré a sentirme parte de una familia. Pero al menos ahora tengo mi propio espacio para respirar y pensar.

¿Es egoísta querer ser dueña de tu propia vida? ¿Cuántas mujeres han sentido lo mismo antes que yo? ¿Y cuántas seguirán callando por miedo a ser llamadas ingratas?