La mentira de Sergio: Cuando el amor se convierte en traición
—¿Cómo has podido hacerme esto, Sergio? ¡Estoy embarazada y tú… tú has estado viviendo una mentira!—. Mi voz temblaba, ahogada por la rabia y el dolor. Sergio me miraba desde el umbral de la cocina, con esa expresión vacía que tanto odiaba últimamente.
Nunca imaginé que acabaría así. Yo, Lucía Fernández, la hija mayor de una familia de clase media de Valladolid, siempre creí que el amor era como en las películas de sobremesa: intenso, sincero, capaz de superar cualquier obstáculo. Conocí a Sergio en la universidad, en una fiesta de San Juan. Era el típico chico que todas miraban: sonrisa fácil, ojos verdes, y una seguridad en sí mismo que rozaba la arrogancia. Me enamoré de él como una tonta.
Durante años, construimos juntos una vida aparentemente perfecta. Nos mudamos a un piso pequeño cerca de la Plaza Mayor, decorado con muebles de IKEA y fotos de nuestros viajes a la costa gallega. Mi madre, Carmen, siempre decía que hacíamos buena pareja. «Sergio es un buen chico, Lucía. No lo dejes escapar», repetía cada vez que venía a comer los domingos.
Pero todo cambió hace dos meses. Empecé a notar cosas raras: mensajes a deshoras, llamadas que no contestaba delante de mí, salidas nocturnas con excusas absurdas. Una noche, mientras él dormía, no pude resistir la tentación y revisé su móvil. Ahí estaba: mensajes con otra mujer, palabras cariñosas, planes para verse a escondidas. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
—¿Quién es Marta?— le pregunté al día siguiente, intentando mantener la calma.
Sergio se quedó helado. Bajó la mirada y murmuró: —No es lo que piensas…
—¿Ah, no? ¿Entonces qué es? ¿Por qué le dices que la echas de menos? ¿Por qué le prometes que pronto dejarás todo por ella?—
No supo qué decirme. Se fue de casa esa noche y no volvió hasta dos días después. Yo me quedé sola, abrazada a mi almohada, llorando como una niña pequeña. Mi hermana menor, Laura, vino a verme y me encontró hecha un ovillo en el sofá.
—No puedes dejar que te hunda, Lucía. Piensa en ti… y en el bebé— me dijo mientras me acariciaba el pelo.
Porque sí, estaba embarazada. Lo supe justo antes de descubrir la infidelidad de Sergio. Habíamos buscado ese hijo durante meses; era nuestro sueño. O eso creía yo.
Cuando Sergio volvió, intentó justificarse: «No quería hacerte daño… Marta fue un error, algo que se me fue de las manos». Pero yo ya no podía mirarle igual. Cada vez que lo hacía, veía a un desconocido.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Mi madre lloraba al teléfono: «¿Cómo ha podido hacerte esto? Con lo buena chica que eres…» Mi padre guardaba silencio, pero su mirada decía más que mil palabras. En el trabajo apenas podía concentrarme; mis compañeras notaban mi tristeza y me ofrecían café y abrazos incómodos.
Un día, Marta llamó a mi puerta. No sé cómo consiguió mi dirección. Era joven, guapa y parecía tan perdida como yo.
—No sabía que estabas embarazada… Si lo hubiera sabido…— balbuceó entre lágrimas.
La odié y la compadecí al mismo tiempo. No era ella la culpable; era Sergio, con su cobardía y sus mentiras.
Esa noche tuve una conversación definitiva con él:
—No puedo seguir así, Sergio. No quiero que nuestro hijo crezca en medio de mentiras y reproches.
Él intentó abrazarme, pero me aparté.
—Te juro que voy a cambiar…—
—Ya no te creo— le respondí con voz firme.
Decidí irme a casa de mis padres unas semanas. Allí encontré el apoyo que necesitaba para recomponerme poco a poco. Laura me acompañaba a las revisiones médicas y mi madre preparaba mis comidas favoritas. Pero el dolor seguía ahí, como una herida abierta.
A veces me preguntaba si había hecho bien en romperlo todo. ¿No debería haberle dado otra oportunidad por el bien del niño? Pero cada vez que pensaba en sus mentiras, recordaba cómo me sentí al descubrirlo todo: sola, humillada, traicionada.
El embarazo avanzó entre altibajos emocionales. Empecé a ir a terapia para aprender a perdonarme por no haber visto las señales antes. Mi psicóloga me ayudó a entender que no era culpa mía; que nadie merece vivir con miedo ni desconfianza.
Sergio intentó volver varias veces. Me mandaba flores al trabajo, cartas llenas de promesas vacías. Incluso vino un día a casa de mis padres:
—Lucía, por favor… Déjame estar contigo en esto. Quiero ser buen padre.
Le miré a los ojos y vi miedo, arrepentimiento… pero también egoísmo. No quería estar solo; no quería perder su cómoda vida conmigo.
El día que nació mi hijo —al que llamé Álvaro— sentí una mezcla de felicidad y tristeza indescriptible. Sergio estuvo allí, pero yo ya había tomado mi decisión: sería madre soltera y construiría una nueva vida para los dos.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de lo fuerte que he sido. La traición de Sergio me rompió el corazón, pero también me enseñó a quererme más y a no conformarme con menos de lo que merezco.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven engañadas por la ilusión del amor perfecto? ¿Cuántas callan por miedo o vergüenza? ¿Y tú… qué harías si descubrieras que tu pareja te ha mentido así?